miércoles, 15 de julio de 2020

Denisovia

 Los odiaba desde lo mas profundo de sus entrañas. Y sentía frío.
 Obtusos, imbécilmente felices, de frentes prominentes, de miradas planas e incapaces de comprender la pregunta mas simple. No contaban mas allá de lo que podían con una mano. Ignoraban también cualquier parentesco mas allá del de las madres con sus hijos y casi parecían confundir el concepto de ayer con el de mañana viviendo constantemente un agobiante presente. 
 Por otra parte, la apoteósica cantidad de títulos lingüísticos que el extranjero ostentaba y le posicionaban como el mayor experto del mundo (lo cual fue el motivo de que le asignaran la misión) poco le servía para interpretar los pesadillescos chillidos al que llamaban idioma.
 Una de las pocas palabra que comprendía era el estúpido nombre con el que lo bautizaron: "Grumm". Durante una tormenta que los aterraba cual animales, descubrió que era la onomatopeya del trueno. Dedujo que comparada con sus espantosas voces, equiparables al barrido de un cerdo empeñándose en emitir sonidos humanos, la suya les parecería potente y grave. En su estúpida simpleza, los secretos de su idioma le parecían infranqueables.
 De todos, a la que mas detestaba era a la niña que suponía huérfana y lo seguía a donde fuera. Por culpa suya durante el año que se encontró varado entre ellos no consiguió un solo momento a solas. Defecar y comer siempre en compañía de esa sonrisa imbécil y esos ojos hundidos entre una maraña ingobernable y apestosa de cabellos leonados y piojosos convirtió su vida en un infierno.
 El error cometido para llegar a esta situación fue ínfimo, pero se precipitó en una catástrofe personal. Y la incomunicación con la tribu le hacía imposible encontrar las indicaciones para volver.
 Esa mañana volvió a sonreír luego de creer durante meses haber olvidado como hacerlo. E increíblemente permitió que esa risa floreciera en una carcajada. Ni siquiera la insufrible imitación casi burlona de la niña logró hacer mella en su ánimo. Todo debido a haber encontrado sobre una piedra a la orilla del río un simple collar de piedras y huesos. No podría haberla fabricado ningún miembro de la tribu con la que a duras penas convivía y sabía muy bien que no quedaba ningún asentamiento en kilómetros a la redonda.
 Por fin habían llegado aquellos a quienes tanto tiempo esperó. Aquellos capaces de indicarle el camino a casa. Podrían haber llegado años o décadas mas tarde. Podrían haber llegado cuando no quedaran mas que sus huesos. Tal vez, sin saberlo, había tenido suerte después de todo.
 Arrastró su cojera por el camino marcado por las huellas de la nieve estancada desde la noche anterior y seguido como siempre por la chiquilla, la cual ya había aprendido hacía mucho que gritarle no aminoraría su paso. 
 Su corazón parecía rebotar entre su esternón y su columna. Repasaba en su mente el plan que había ensayado miles de veces en su cabeza para tal situación. Cuando los encontrara enseñaría sus manos alzadas, con la mirada levemente hacia abajo y sonreiría sin mostrar los dientes pronunciando enérgica pero alegremente combinaciones consonantes a la vocal "a" hasta descubrir alguna remota raíz semántica que le permitiera entablar un diálogo.
 Enseguida averiguaría si por casualidad se hubieran cruzado durante su camino el pasaje de vuelta que buscaba. Recordarían perfectamente la ubicación y habrían adornado su memoria de especulaciones supersticiosas.
 El conducto temporal , si bien era prácticamente invisible (a no ser por la retractación de la luz circundante) se habría rodeado a esa fecha de millones de partículas incandescentes debido a la leve atracción gravitatoria que le circundaba. Siendo muy pesimista, sería para ellos extraordinariamente llamativo.
 Sabía que estaría ubicado a una altura mayor a la prevista al inicio de su viaje pero no lo suficiente para no verlo desde el suelo. Caso contrario, no estaría vivo. Cayó por él al llegar y el golpe contra las rocas lo dejó inconsciente y con una pierna rota. Sus odiados huéspedes lo habían alejado del sitio, dejando detrás todos sus dispositivos y herramientas y sin poder o querer guiarlo de vuelta. Tampoco le entablillaron la tibia, la cual se soldó irremediablemente torcida. 
 Pensaba en estos nuevos visitantes y en cómo con una simple explicación lograría la ayuda necesaria para volver al instante exacto que había abandonado hacía ya un año, a milenios de distancia de este desolado infierno.
 Los pudo observar de lejos. Contuvo la respiración al ver las chozas móviles de pieles, diferentes en todo aspecto a las frías cuevas oportunistas y aleatorias que habitó durante meses. 
Un niño abandonó los juegos para observarlo cuando levantó sus manos, gritándole algo que sonó similar a la lengua inuit a los adultos que se asomaban de las chozas. 
 Abandonó su estrategia al instante y agitó sus brazos con emoción. Las lágrimas rodaban por su rostro y salían despedidas por la carcajada que pronunciaba su boca. Pero la respuesta fue una lanza que se clavó cual colmillo de serpiente en su cuello.
 En el suelo, mudo por la sorpresa mas que por un dolor que parecía no tener ningún apuro en llegar, sostenía la punta de piedra de la que se escurría su vida hacia una charca roja sobre la nieve.
 Detuvo su mirada en quien lo había atacado y comprendió lo sucedido. Jamás hubiese obtenido otro recibimiento. Los cromagnones iban vestidos con tejidos. Las pieles que él usaba, los cabellos y barbas descuidados lo hacían a sus ojos indistinguible de los neardenthales con los que convivió. 
  "Grumm...Grumm" susurraba una voz chillona y solloza. Por sobre su cabeza pudo ver a la niña a pocos metros. Un último deseo de contacto humano le impulsó a apuntar una mano en su dirección y sonreirle mirándola boca abajo. La niña estiró su bracito. Pero la lanza que atravesó el rubio cabello de su sien no iba acompañada de la lenta agonía que ante él se desplegaba. Cayó al instante de costado con los ojos todavía húmedos y completamente abiertos. Mientras, los suyos se cerraban de a poco y para siempre. Su conciencia se extinguía lentamente. Y sentía frío.