-No Mimí. Sooooodaaaa- le repetí
por tercera vez a la dueña y cajera del supermercado chino del barrio.
-Este soda, Gastón- me dijo señalando una botella que de no ser por su tapita
verde en nada se diferenciaba de las aguas minerales.
Su respuesta dolió tanto como patear una mesa ratona con el dedo chiquito
del pie.
Mimí, cuyo verdadero nombre era Xiang y que tenía entre veinte y
cincuenta y cinco años de eterna juventud asiática, cargaba con mi última
esperanza. Pero esta se disolvía.
Porque no es lo mismo “agua finamente gasificada” que soda.
Primero, porque podría diferenciar una de otra con los ojos vendados. La
soda tiene una burbuja sólida, que explota en la boca con sus modales rústicos.
Porque la soda es barrio, pibes jugando a la pelota en la calle, guiso de
abuela. Es la vecina tetona de cuarenta y largos, de belleza y curvas
naturales, la señora Robinson criolla, dulce y simpática que roba el aliento y
se entromete en las onanistas fantasías de los quinceañeros que la ven pasar
todos los días.
En cambio, el agua gasificada es una intrusa. Es la multinacional que
explota los recursos naturales de un país tercermundista. Es pavimento frío. Es
sopa instantánea. Es la vedetonga vieja con más implantes que carne humana en
su cuerpo y que todavía se cree una estrella cuando un simple vistazo delata su
condición de meteorito machucado.
Segundo, si así no fuera y supieran exactamente igual, el simple acto de
apuntar y disparar con algo tan maravilloso simple como es una botella con un
gatillo conteniendo líquido y gas a presión, daría por ganadora a la
soda.
Los hombres evolucionamos para apuntar y disparar. Hemos convivido con
ese acto por milenios, desde que un cavernícola agarró una piedra y se la
revoleó a otro. Hoy en día, la mayoría despuntamos este vicio con placeres
simples como lo es cambiar canales en una tele. Incluso algún anónimo genio
inventó el filtro de mingitorio con una diana y su puntaje impresos encima. Y
el disparo de soda al fondo del vaso con vino no se queda atrás de ningún
otro.
Me importan tres carajos lo que digan los enólogos. Un tinto criollo no
es tal si no lleva soda. Cuando uno aprieta el gatillo del sifón, la espuma
violácea y efímera revuelve el regalo de Dionisio y lo transforma en ambrosía
robada directamente del Olimpo.
Nada quita la sed como un vino con soda.
Era enero, y esta ciudad pedorra estaba en su plena hibernación contra
natura.
Es en esta época cuando su título de capital de provincia se evapora
junto con el agua de las fuentes de las plazas que interrumpen su
funcionamiento.
Es cuando revela su verdadero rostro: un pueblo más con delirios de
grandeza. Y en varios sentidos, mucho más pobre en cualquier aspecto. Porque
los pueblos de la provincia y los barrios de Buenos Aires contienen gente orgullosa
de haber nacido ahí. Acá pocos saben el nombre de su barrio y su identidad
platense se limita a llamar “micro” a cualquier tipo de autobús o “pollajería”
a lo que los demás hispanoparlantes llaman erróneamente “pollería”.
Y ojo, con eso si me pongo la camiseta de Dardo Rocha. A la “carnicería”
nadie la llama “carnería”, no me jodan.
Así que ahí estaba, cagado de calor, deseando con desesperación el
gaseoso elemento.
El sifón retornable de pico y rejilla naranjas se extinguió ayer o hace
dos décadas. La verdad no tengo bien claro cuando dio paso al de plástico
descartable, no tan noble como su predecesor, pero decente. Y este era el que
buscaba.
Como buen ocho del uno a la hora de la siesta que era, todo expendio de
comidas y bebidas del barrio excepto el super de Mimí estaba cerrado.
La única que me quedaba era ir hasta hipermercado del centro cuyos
esclavos encadenados a las cajas registradoras están condenados a olvidar el
significado de la palabra siesta. Iba a tener que comerme una cola de gente
triste, perdedora, olvidadiza y sin guita para vacaciones como yo, absorbiendo
el aire acondicionado del Carrefour con cada uno de sus poros para amortizar al
máximo la humillación. Iba a tener que mirar a la cajera que, sin darme bola y
mandando alguna pelotudez con su celular, pasaría el pack de sodas por el
lector. Y repetiría la misma conversación de siempre:
- ¿Tarjeta de puntos?
- La perdí, pero te paso mi documento.
Abandoné el super de Mimi cabizbajo, atravesando con mis pasos una depresión pesada,
palpable que maridaba perfectamente con los cuarenta y pico de temperatura a la
sombra, el olor a pavimento y brea hirviendo de la calle y el coro de
chicharras que hinchan las pelotas todo el día y (si les da la luz de la vereda
justo en la jeta) también toda la noche.
Mientras caminaba me debatía entre hundirme en la Pelopincho emparchada o
manejar hasta el susodicho hipermercado. Me detuve en seco porque casi me deja
ciego una especie de cilindro metálico que reflejaba el violento sol.
Sobresalía de una caja abandonada en medio de la rambla de la diagonal. Por más
que convertí mis ojos en dos líneas horizontales y formé una visera improvisada
con los sudados dedos de una mano, no logré identificar de que se trataba.
Como soy medio hurraca y medio ciruja para estas cosas, pegué un pique
cruzando la calle y me acerqué a ver qué era.
Mi corazón algo sospechaba.
Di un paso más.
Juro por mi vieja que en ese instante en mi cabeza sonaba el “Así Habló
Zarathustra” de Strauss, como cuando en “2001” los monos descubren el monolito.
En lo que había sido una caja de galletitas, durmiendo sobre una lona que
denotaba haber sido usada para evitar chorrear de pintura un piso durante
alguna remodelación, y al lado de una maceta con una planta seca, descubrí el
tesoro más grande que mis más delirantes sueños podrían dar a luz. Una pieza
digna de museo. Una criatura antediluviana. Un sifón Drago.
Con el primer vistazo lo catalogué. Era de los buenos buenos, de los
modelos viejos, que venían con más carga y el pico era metálico. Seguro, pensé,
que había vivido feliz junto a un pingüino de vino del que había enviudado
hacía años.
Lo levanté como a un bebé, rodeándolo con la lona para que el metal
hirviendo no me quemara las manos. Di unos pasos sin sacarle los ojos, absorto
con la belleza del, todavía, impecable cromado.
Pero pensamiento terrible borró en un instante la sonrisa de mi rostro.
Durante un momento miré hacia el horizonte con temor a darme vuelta. Pero
cerrando los ojos, junté coraje y me volteé. Miré de nuevo adentro de la caja…
y volví a respirar aliviado.
Ahí estaba la garrafita. Objeto que su fabricante bautizó completamente
al pedo “cápsula de carga”, como el padre de cualquier pelirrojo que elige un
nombre para su DNI, sabiendo que su vástago es inevitablemente condenado a
partir de la primaria a ser llamado toda su vida “ El Colo”.
La garrafita estaba oxidada y mucho más maltratada que el sifón. Pero
todavía tenía carga como comprobé empujando su válvula con la llave de mi casa,
la cual no volví a guardar para poder llegar lo antes posible a probar mis
tesoros. Con el sifón ya más frío al tacto, revoleé la lona en medio de la
rambla y me fui casi corriendo.
Lavé muy bien el Drago. Me sorprendió de todas formas que estuviese tan
limpio y cuidado. De hecho, todavía conservaba un poco de soda en el fondo.
No me explicaba que clase de persona podría haberlo abandonado y no
estaba seguro si se merecía de mi parte una piña en un ojo o un sonoro beso por
su involuntario regalo.
Estuve muy cerca, demasiado, de arruinar mi primera experiencia con el
chiche nuevo haciendo soda con la lavandina al setenta por ciento que sale por
las cañerías de mi casa. Paradójicamente, fue la impaciencia la que me salvó,
ya que con la temperatura de lo que salía de la canilla supuestamente fría y el
tiempo suficiente estoy seguro de que se podía cocinar un huevo. Busqué la
botella de vidrio repleta de insípida agua de bidón que estaba en la heladera,
llené el sifón con ella, enrosqué el picó y le di gas con la garrafita (que
aparentemente estaba cargada hasta el tope).
Enjuagué un vaso de la cocina y gatillé dentro para realizar la prueba de
fuego. Parecía soda y tenía olor a soda. La probé y definitivamente era soda.
Acompaño su recorrido de mi garganta con frescas burbujas que explotaban
durante su recorrido, provocando que cerrara los ojos y pronunciara un sincero
“ahhh”, de esos que se fingen en las publicidades de gaseosas.
Y a modo de beso de despedida, me obligó a soltar un violento eructo.
Llevé el sifón, el vaso, la cubetera y el medio malbec que me quedaba de
la noche anterior a la mesa del jardín. Estando allí, arrimé una silla abajo de
la parra.
Mi gato Barragán, flaco, naranja, viejo, magullado por las peleas
del barrio, pero todavía ágil saltó desde el piso hasta la mesa y olisqueó el
pico del sifón. Se le erizó el lomo, salió corriendo y saltó la medianera del
fondo.
“Se asustó de su reflejo” pensé “está cada vez más viejo y más
boludo”
Metí dos cubitos en el vaso, serví hasta la mitad de vino y coroné con el
frío chorro de soda. Me sentía un barman gaucho. La vida era buena.
La ocasión ameritaba que pusiera todo de mi para darle la bienvenida a mi
tesoro y convertir ese momento en inolvidable.
Antes de tocar el vaso, fui a mi pieza a buscar un libro del boludo de
John Grisham que había comprado de oferta el año anterior en la costa y
abandoné al primer capítulo. Seguía sin tenerle fe, y estaba seguro que
me iba a decepcionar como los otros dos de él que había leído, pero era lo
único que había en casa sin terminar.
Volví con el libro en mano y mirando el vaso me rasqué la cabeza. Parecía
contener solamente soda y dos cubitos un poco mas chicos de lo que los había
dejado. Me senté y miré la botella de vino a contraluz. Capaz que me había
servido sin mirar con una botella vacía. Pero no, poco menos de la mitad, pero
vino todavía quedaba.
Que se yo. Bueno, me tomé la soda y repetí el proceso: dos cubitos, vino
y chorro de soda. Esta vez vi con mis propios ojos cómo la burbujeante mezcla
reducía su volumen y volvía a convertirse en soda. Intenté una vez mas con
idénticos resultados.
-Ya está- me dije-, la única puta vez en mi vida que me encuentro algo
copado y me pasa esto.
Teoricé que se habrían equivocado al cargar la garrafa y le metieron anda
a saber que cosa que afectaba el vino. Ojalá no fuese nada venenoso, ya llevaba
varios vasos de soda encima.
Pensé que algo le podría haber pasado al vino estando en la heladera.
Había perdido su corcho original y le había recortado uno gigante de champagne
que estaba en el fondo del cajón de los cubiertos, para metérselo a presión.
¿Eso lo podría haber afectado?
Barajé hipótesis ridículas, pero lo que estaba viviendo también lo era.
Cayó la noche, traté de olvidarme del tema, acompañé unas hamburguesas con
el triste vino sin burbujas y me acosté temprano. No me podía dormir, y en el
fondo sabía que la culpable no era la sábana empapada pegada a la espalda.
Afuera se escuchaba a Barragán cagándose a palos con el atigrado de la vuelta.
Y las putas chicharras.
Me desperté cerca del mediodía. Después de la meadita y la ducha
matutinas fui derecho al fondo. Miré la mesa en donde permanecían desde el día
anterior sifón y garrafa. Agarré esta última y la llevé al galpón. Busqué un
destornillador plano y apreté la válvula para vaciar lo que contuviese. La
garrafa silbaba sin parar pero no parecía vaciarse nunca. Mierda que estaba
llena.
Miré el reloj del celu: doce y diecisiete. En tiempo record me puse
shorts, ojotas, remera, agarré llaves, billetera, garrafita y sifón. Saqué el
auto y lo llevé a la casa de matafuegos pisando a fondo. Llegué casi sobre la
hora de cierre.
-Buen día - le dije a la chica tatuada y de pelo violeta del mostrador.
-Hola ¿en qué te ayudo? - me respondió con la fingida diplomacia del empleado
que se quiere rajar.
-Venía a cargar esta garrafita.
-Dale. Dejame tu nombre y un teléfono.
Miré el talonario de órdenes de trabajo y me la jugué con una mentira:
-Perdoná, si no tenés drama la espero ahora. Salgo de vacaciones y no voy a
poder venir a la tarde.
Pude ver como sus ojos corrieron rápidamente del reloj a la estantería
vacía de pendientes. Acorralada y sin posibilidad de excusas, aceptó.
Me senté en la silla de plástico de la recepción. La puerta del taller de
atrás estaba abierta. La vi ponerse unas gafas de protección junto con unos
guantes gruesos. Después, enroscó mi garrafita a una válvula más grande y a una
manguera con un manómetro. El silbido de pérdida de gas se hizo presente
nuevamente y dejó conectada la manguera durante varios minutos. Se hizo la una
y me pidió si no le daba vuelta el cartel de “CERRADO” colgado de una sopapita
en la puerta de vidrio.
Cuando pasó media hora mas se rindió. Vi el manómetro y aunque no llegaba
a ver el número que marcaba, estaba seguro de que no se había movido ni un
milímetro de donde estaba cuando conectó la garrafita. Me la dio en la mano y
me dijo que la manguera de extracción seguramente le estuviera fallando. Que
igual la garrafita seguía llena para que la usara y que me iba a durar bien
durante las vacaciones. Le pregunté si había notado que el gas tuviese algo
raro o estuviese vencido. Gesticulando una sonrisa inversa con la boca y
frunciendo el ceño me negó con la cabeza.
Le di las gracias, le pagué igual por las molestias y por la hora. Su
agradecimiento, a diferencia de su bienvenida, fue sincero.
Me senté en el auto a pensar. Estuve así algo de cinco minutos hasta que
una mancha que se movía en la calle llamó la atención de mi vista a través del
parabrisas. Era una laucha cruzando la calle, dueña de la ciudad por la falta
de tráfico, a plena luz del día.
Me acordé de Matías y encaré para la Facultad de Veterinaria.
Matías estaba laburando en el bioterio desde hacía unos meses. Estaba
seguro de que como era el nuevo no había ligado vacaciones en enero. Me jugaba
que estaba al pedo cumpliendo horario. No le iba a joder que pasara y era lo
más parecido a un laboratorio que iba a conseguir dadas las circunstancias.
De pasada compré un vino en el único kiosco abierto que encontré. Un
tetra, total sabía lo que iba a pasar.
La arboleda que rodeaba la facultad bajaba unos cuantos grados la
temperatura. Esto, junto con la esperanza de al fin resolver el misterio,
levantó mi ánimo general. Le pegué un llamado desde la puerta y le avisó al
guardia que me dejara pasar. Llevé todas mis cosas y lo encontré mirando una
serie con el aire prendido al taco. De no ser por el olor a meo de las ratas,
le hubiese pedido dejar mi cama ahí hasta marzo.
- ¿Qué hacés Gastoncito?- me saludó parándose, casi gritando y después dándome
un abrazo.
- Acá. Al pedo como vos.
Hablamos por media hora de borracheras de navidad año nuevo. Recién
cuando me pidió que lo acompañara al bufet salió el tema del Drago. Comencé a
contarle todas mis experiencias desde el día anterior. Mientras yo hablaba sacó
dos gaseosas de la heladera y me ofreció una bolsa de papas de la despensa.
Hubiese preferido un pebete completo porque no había desayunado, pero el
servicio del bufet se había limitado al autoservicio de lo no perecedero y las
cobranzas a que los pocos trabajadores que estaban en la facultad anotaran lo
que se llevaban. Así que acepté y Matías no me dejó darle guita.
De vuelta al bioterio, concluí mi relato agarrando un frasco de
precipitado, abriendo el tetra con los dientes, volcándolo adentro y pegándole
el sifonazo de soda.
Cuando vio lo que pasaba dentro del frasco, el gesto de Matías de volvió
indescifrable.
Por primera vez en mi vida lo iba a ver en modo científico.
Probó con otro frasco al que lavó muy bien antes y obtuvo el mismo
resultado. Probó de nuevo luego de meterle un termómetro al líquido. Lo mismo,
y la temperatura no varió. Trajo más frascos en los echó soda a la mitad de la
Coca que me quedaba, al azul de metileno, al iodo, al alcohol etílico, al
formol y una variedad de líquidos que no recuerdo. Pegaba el ojo en cada
recipiente esperando una reacción que no llegaba.
- Esperá- me dijo. Y salió corriendo por el pasillo y volvió después de unos
minutos con una botella de cerveza de un tercio de litro.
- Esto sobró de la fiesta de fin de año y el de limpieza vi que se lo encanutó.
Mismo proceso. Mismo resultado. Y demostró su frustración pasándose los
dedos de ambas manos en peine por entre los pelos desde la frente.
Así estuvimos algunas horas.
Corroboró que el contenido de la garrafa era anhídrido carbónico y que no
tenía nada de raro. Que el mismo gas mezclado con una manguera conectada a la
garrafita y aplicado directamente en el vino no reaccionaba. Y que llenando el
sifón con el gas de uno de los tanques de la facultad tampoco.
Me despedí metiéndole excusas y prometiendo futuras reuniones para comer.
Omití decirle que la garrafa no se podía vaciar como un acto de solidaridad
hacia su cordura.
Y, además, me llevé unas papas de arriba.
Manejando para casa me detuve en un semáforo. Miré al cielo porque
pronosticaron lluvia, pero no se veía ni una nube. El barrido de mi vista por
las terrazas de los edificios se interrumpió con una cruz. Y caí en la
tentación de muchísimos antes que yo: si la ciencia no da respuesta, acercarse
a la religión para que tampoco lo haga.
En resumen, entré a la iglesia, el cura me recibió bien y así me cayó en
un principio. Pero cuando vi a un hombre cuya vida está cimentada en una fe
ciega mirarme con escepticismo y hablarme condescendientemente, desesperado por
demostrarle lo que le contaba agarré el cáliz y le eché soda al vino
consagrado. El cura se puso blanco como una ostia al ver cómo la supuesta
sangre de Cristo se desvanecía. Largó un nivel de puteadas que hubiesen sido la
envidia de un barrabrava de un algún equipo peleando el ascenso y de paso me
excomulgó (lo cual no me importaba ya que mi contrato con Dios se terminó en el
momento exacto que me dieron el último regalo de la comunión).
Ya en la vereda, como sabía que junto a los negocios de la divinidad se
hacen negocios de ocultismo, y como veía algo de gente que se acercaba a la
parroquia de la que me habían echado a celebrar el día de san no sé qué, busqué
alguna santería que estuviese abierta.
No tardé en encontrarla.
Era el típico antro que manejan todos los de este rubro. Ahí se vendían
estampitas y estatuas de todos los santos católicos, figuras de Buda y de
Krishna, sahumerios, velas de colores, cuadros del Sai Baba, botellas de agua
bendita, libros de autoayuda, llaveros de San La Muerte y del Gauchito Gil.
Creo que hasta vi algo de Gilda. Me hizo acordar mucho a algunos puestos de la
Comicon.
A pesar de todo lo que lo rodeaba, el tipo que atendía parecía normal. Lo
saludé y le fui al grano:
- Mirá, no sé si me podés orientar. Pasa algo raro con algunas cosas en mi casa
y necesito que alguien que me dé alguna explicación.
No quise darle más explicaciones de las necesarias ni nombrarle el sifón
Drago. A esas alturas, por culpa del cura, la situación se había vuelto para mí
un tema sensible. No me hubiese bancado que me miraran otra vez como un loco.
No quería terminar a las piñas. Hacía demasiado calor.
Pero el tipo me escuchó muy serio y metido en personaje me empezó a
decir:
- Está bien. No necesito que me cuentes más. Mirá, mi señora tiene don de
nacimiento. Es vidente, soluciona todo tipo de problemas ata y desata nudos,
rompe maldiciones, limpia auras y da protección. Atiende acá atrás. La primera
consulta es gratis si haces una compra.
Yo sabía que era una chantada, pero perdido por perdido quería conocer al
personaje y ver su reacción a lo que hacían mi sifón y mi garrafa.
Compré una botellita amarilla de agua bendita que tenía serigrafiada la
figura de San Expedito y el tipo me llevó atrás, atravesando una cortina de
pelotitas de madera que pensaba que se habían dejado de fabricar en el ochenta
y siete.
La mina tenía toda la parafernalia. Animales disecados en estantes, velas
encendidas, túnica hindú y un pañuelo gitano con monedas colgando atado en la
cabeza. Era rubia, gordita y de cachetes colorados. Tenía menos de hindú o de
gitana que Jackie Chan.
- Mucho gusto corazón, me llamo Silvana. Muchos me conocen como la Colifa
y me gusta que así sea porque mi arcano personal es “El Loco”- me dijo
orgullosa extendiéndome la mano con la palma hacia abajo, como pretendiendo que
la besara.
Pasé a explicarle mis últimos dos días. Me escuchó con una expresión que
denotaba que actuaba pésimamente haberse enfrentado muchas veces a casos similares.
Cuando llegó el momento de demostrarle el truco que hacía mi sifón, sopló la
vela que estaba en un vaso, la sacó y la llenó hasta la mitad con una botella
envuelta en mimbre que jamás hubiese imaginado que contendría vino. Me pidió la
garrafa y le echó un chorro. Miró detenidamente el vaso y cómo las burbujas
devoraban el vino. Mas allá de tener los ojos abiertos como dos ruedas de
bicicleta, no demostró mayores reacciones.
Me dijo que me fuera tranquilo y descansara, que le dejara el sifón, que
me llevara unas velas consagradas para purificar mi casa (que obviamente me
cobraría el marido) y que le dejara mi teléfono para que me llamara al día
siguiente. Supuestamente iba a hacer unas invocaciones y analizar el caso para
ver como seguíamos a partir de ahí. Estaba loca, pero no parecía mala mina. Así
que así lo hice y encaré para casa.
En el camino, pensé en las posibilidades de ese encuentro. En el mejor y
más improbable de los casos, me daría una respuesta. En el peor, se iba a
borrar con un sifón que no servía con el vino. Lo cual es decir no servía para
nada. Llegué, revoleé las velas en un cajón de la cocina. Comí mirando el
noticiero, cuyo pronóstico del tiempo decía que la lluvia había sido arrastrada
hacia la costa y teníamos para una semana más de clima subsahariano. Me alegré
con maldad que por lo menos se la cagaran las vacaciones a muchos a los que
envidiaba. Me acosté y esa noche Barragán durmió en mi almohada. Yo dormí mejor
que el día anterior.
A la mañana siguiente me desperté por una llamada del teléfono. Tratando
de modular la boca para no parecer dormido y con los ojos todavía cerrados
atendí:
- ¿Hola?
- Hola ¿Gastón? - me contestó una voz masculina y preocupada.
Era el marido de la Colifa. Me pedía que por favor fuera urgente a su
casa. Me dio la dirección y me hizo prometerle que fuera cuanto antes.
La verdad no se que me impulsó a apurarme. No les debía nada y el Drago
al final trajo mas quilombo de lo que pensaba. Me tentó mucho la idea de
borrarme y dejarle el bardo a otro. Pero tragué algunas galletitas de un
paquete empujadas por una taza de café mientras me cambiaba y salí para allá.
Enfilé el auto para el lado del cementerio. Resultó que vivían bastante
cerca.
El tipo, que recién ahí me enteré que se llamaba Oscar, me estaba
esperando en la puerta. Me dio la mano y me dijo:
- Perdoname Gastón que te llamé así, la verdad no sabía qué hacer. Estoy
desesperado. Pasá por favor
Entramos a la casa. Estaba en las antípodas estéticas de su negocio: era
una casa chorizo luminosa, con muchas ventanas. Los animales que había no
estaban disecados, y se presentaban en forma de pequineses con ladridos
bastante hinchapelotas.
Caminamos sin hablar. Llegamos a una puerta y con la mano en el picaporte
se volteó y me dijo antes de abrirla:
- Ahora vas a entender. Por favor ayudala como puedas. Yo sé que en lo que
laburamos vendemos humo, pero nunca le hicimos daño a nadie y no somos mala
gente. Ninguno de los dos realmente creía en espíritus hasta que llegaste vos
con tu sifón y cambió todo.
- ¿Espíritus?
- Entremos y vos mirala nomas.
Entramos y ahí estaba la Colifa, sentada en el borde de la cama con el
sifón y su garrafa conectada en una mano. Me miró y sonrió ampliamente. Con una
voz ajena me dijo:
- Hola querido. Sentate por favor que tenemos que charlar unas cosas.
La lengua se le trababa al hablar, siseaba en todas las consonantes y
estiraba cada vocal de sus palabras. Era una voz masculina, gastada, de viejo y
borracho. Su postura se correspondía con ese tono. La gorda no era ni en pedo
tan buena actriz, así que prácticamente estaba convencido de que no me estaban
bolaceando.
Oscar me dijo:
- Está así desde anoche. Se trajo el sifón y se obsesionó toda la noche con él.
A la madrugada me levanté porque escuchaba ruidos y la encontré hablando de esa
forma, cagándose de risa y me preguntaba dónde había vino. Ninguno de los dos
durmió, me dijo cosas increíbles y me pidió que te llamara. Si te parece los
dejo solos. Hacé lo que puedas por favor.
- Si, andá tranquilo- le dije no muy convencido.
El que estaba adentro de la Colifa me miró un rato a través de sus ojos
cuando me senté a su lado. Estuvimos callados un rato y me dijo:
- Primero que nada, te quiero pedir disculpas amigo. Me porté un poco para la
mierda con vos. Lo único que tenía era mucha sed. Te cuento que este sifón fue
mío cuando vivía, y era una de mis cosas favoritas. Es increíble pero después
de que me morí se repartieron la herencia entre la familia, pero dejaron esta
belleza abandonada en la calle. - Una mirada triste atravesó sus ojos mientras
miraba y acariciaba el sifón con el pulgar que lo sostenía. Luego de un
suspiro, siguió:
- Cuando me morí, se ve que como espíritu con asuntos pendientes fui a parar
adentro de una de mis cosas más queridas. Y gracias a esto, terminé pudiendo
arrimarme cerca del vino.
Pasé así como vos, de mano en mano con gente que me levantaba de la
calle, me vendía y revendía y ¿podés creer que uno solo me usó?. Viajé varios
kilómetros hasta que terminé con vos. Y te digo que sos el que mejor me cayó
hasta ahora, pibe.
Se notaba te notaba en la cara la ilusión cuando me levantaste. Pensé
enseguida “este flaquito sabe. Este me arma con la garrafa y me echa derecho a
un vino”. Porque ahora están todos con la cerveza artesanal. Y el vino se nos
quedó a los viejos nomas.
Seguía usando los músculos faciales de la Colifa de una manera que no se
correspondía con los esa cara colorada y redonda. Una sonrisa chueca siempre en
los labios y los ojos muy achinados. Algo en su trato se me hacía muy familiar.
Me hacía acordar a un tío o algo así. Suspiró de nuevo y continuó:
- Te vuelvo a pedir disculpas amigo. Y ya sé que te jorobé bastante, pero
quiero ser tu sifón, y un buen sifón. Te pido un vasito al día nada más, y el
resto te lo podés tomar vos. Y te aseguro que te voy a convertir al vino de
cartón mas berreta en lo mejor que te vayas a tomar en tu vida. Acá tenés,
probá.
Levantó del piso un vaso de vidrio verde con un tercio de vino. Le pegó
el sifonazo, me lo arrimó y lo probé.
Se quedó corto en su promesa. Juro que me dejó al borde un llanto de
alegría. Hacía tres días que quería un vino con soda. Y fue como si a Ghandi
después del ayuno lo esperaran con un asado. Riéndose de mi expresión me dijo.
- Ya sabés que a la garrafita tampoco la necesitás cargar, es parte mía
también. Te prometo que te voy a laburar bien. Acordate de un vasito para mí
todos los días y también, si te parece, que vengamos a visitar a esta doña cada
tanto para poder charlar un rato. El marido se pegó un julepe importante, pero
esta estaba chocha porque por fin vio algo paranormal enserio, no como las
cosas que hasta ayer contaba haber visto ¿Qué te parece?
La oferta era buena. Había obtenido una respuesta, el genio del sifón
mágico volvería a casa a trabajar para mí a un costo muy bajo y con unos
resultados excelentes. Por primera vez le dirigí la palabra diciéndole:
- Está bien. Pero decime una cosa. ¿Quién sos?
- ¡Ah, perdoná querido! Ni siquiera me presenté. Me llamo Horacio, seguro que
me conocés de algún lado.
- ¿Horacio? - pregunté confundido- ¿Qué Horacio?
- Guarany- me contestó sin dejar nunca de sonreír.