martes, 20 de octubre de 2020

Mandrágoras




 Cantan los juglares que viajan entre poblados y reinos que los hechos que estoy a punto de narrar sucediéronse entre los años 1552 y 1565 de Nuestro Señor.

 Cantan la tragedia de Adriano Antoniolli, hombre de poca alcurnia que trabajaba la tierra de un señor en una zona rural de Toscana y que vivía junto a una mujer de la que sólo conservase su nombre primero y el cual era Aryana.  Que junto a esta mujer convivían sin sacramento y al ser llamado a formar filas bajo la reciente administración española a la que fidelidad la región le rendía, entre lágrimas partió dejando a su mujer con seis lunas de gravidez.

 Volvió a su tierra Adriano luego de dos años, habiendo sido dado de baja debido a una desgracia ocurrida durante el servicio por la cual perdió su mano izquierda. Cuando regresó a su pueblo encontró su casa saqueada hasta las piedras de su estructura.

 Demoró días en conocer el destino de su Aryana y su hijo, a quien habiendo la mujer soñado que varón nacería, fue su decisión bautizarlo Lorenzo en honor al padre de su padre. A quien preguntara parecía incomodar darle respuesta. Obtúvola de la voz de dos mendigos, quienes dijéronle que habiendo muerto el niño en el parto y la madre a las pocas horas del mismo, y al no haber llegado su hijo a ser bautizado y al haber su madre haber vivido en pecado y sin derecho a comunión, la Iglesia no permitió darles cristianas sepulturas. El pequeño cadáver fue incinerado y esparcido en las cercanías del bosque donde fue abandonado el cuerpo de su madre.

 Por más que buscó Adriano no logro dar con la sepultura donde descansaran ambos, un regalo divino que hubiese aliviado en parte su corazón. Al no poder conseguir ninguna otra reliquia, colocó tierra del bosque en una pequeña bolsa de tela que luego ató a su cuello. Pobre, desdichado, inválido y con una tristeza que rebalsaba de su alma, convirtiose en un vagabundo entregado al pecado de Baco y con el correr de los meses su errante andar lo llevó a las puertas de la abadía de La Verna. Las canciones discuten si ingresó al mismo con un deseo profundo de venganza en su corazón o si por el contrario lo impulsó un sincero sentimiento de culpa e intención de redimir sus pecados.

 Fue recibido en el convento sin demasiadas preguntas por parte del Abad, a quien los juglares bautizan en cada interpretación con un nombre diferente por una tradición que nadie recuerda cómo comenzó. 

 A fuerza de trabajo duro, sobriedad y generosidad demostró poder llevar a cabo con soltura las tareas más arduas pesar de su invalidez. Debido a su buena predisposición ganose la confianza de casi todos los franciscanos. La excepción era el monje al que todos en el convento a sus espaldas llamaban Suga, ya que parecía una sanguijuela siempre pegada a la espalda del Abad. Una criatura repugnante cuya intención era siempre su propio beneficio.

 Los meses transcurrieron y las responsabilidades asignadas a Adriano crecían. Sin embargo, parecía que el tiempo sólo agregaba peso en su agotado corazón. Cada noche agotaba las reservas de lágrimas de sus ojos hasta caer dormido en su celda.

 Ansiaba hallar la calma de su espíritu, y la buscaba concentrándose en las lecciones de lectura y escritura que el anciano encargado de la biblioteca, llamado Alonzo Bontadini, gustoso comenzó a impartirle al notar que poseía una belleza superlativa en su caligrafía. El bibliotecario díjole que todas las noches agradecía al Señor por haberle conservado su mano diestra. El monje en poco tiempo logró comprender perfectamente el latín. En secreto, el anciano también instruyole en la lectura y escritura de otras lenguas menores, como el italiano, el francés, el español y el alemán.

 Leyó cuanto manuscrito le fue permitido y en cuanto presentose la oportunidad, también comenzó a leer los que le eran vetados. Estos eran libros confiscados a los condenados por ser ofensivos contra la Santa Iglesia Católica. Entre ellos encontrábanse tratados de astrología, medicina y alquimia. Fue esta última disciplina la que enraizose en el corazón del Adriano Antoniolli.

 Leyó tratados de Abú Musa al-Sufí, que a su vez citaban los sacrilegios que Ko Hung realizaba en la China. Fascináronle los descubrimientos de Nicolas Flamel y la aguda inteligencia de Paracelso.

 Comenzó a aprovechar cualquier descuido del anciano Alonzo, quien cada día encontrábase más sordo y despertábase con mayor dificultad. Cuando escribía copias de los Sagrados Evangelios para otros monasterios solía llevar con él alguno de los libros de su interés para aprovechar el momento y leerlos apenas escuchara al anciano roncar. Las lagunas de llanto de las noches secáronse con el tiempo y fueron rebalsadas por los nuevos conocimientos.

 

 Quiso su suerte que la Providencia llamara al poco tiempo a su lado a Alonzo Bontadini. El Abad lo asignó a cargo de la biblioteca al haberse con su llegada duplicado la cantidad de copias de los Sagrados Evangelios generadas por el monasterio. Esto diole tiempo de sobra para seguir leyendo a sus anchas y en el cuarto cerrado de los libros prohibidos, un lugar para realizar sus experimentos. Hubiese conseguido la piedra filosofal de habérselo propuesto pero sus intereses otros eran.

 Conocía perfectamente la primera ley de la alquimia. La ley del intercambio equivalente que dictaba que el hombre no puede obtener nada sin primero dar algo a cambio. Para crear, algo de igual valor debe darse a cambio. Él había perdido todas sus pertenencias, su familia y su mano izquierda. Si Nuestro Señor no le había recompensado con la paz que incasablemente buscaba, le reclamaría a la naturaleza un resarcimiento. Perdería su alma por poder conocer a su hijo.

 Habíase obsesionado con los tratados acerca de los homúnculos, criaturas artificiales creadas a través de la magia y carentes de alma que servían ciegamente a sus amos pero que indefectiblemente en algún momento se volvían contra ellos. Sabía Adriano que a partir de estos podría lograr lo que buscaba.

 Experimentó muchos fracasos con las recetas de los escritos prohibidos, consistentes en mezclas de carbón, mercurio, cabellos humanos, huevos, semen, líquido amniótico y cuanta variación posible tuvo a su alcance hacer. Decidió retomar unos confusos pergaminos que había abandonado, escritos por un extraño alquimista llamado Parthiomes, que trataba principalmente sobre la conciencia de las plantas.

 Siguió al pie de la letra el método de extracción de la mandrágora de la tierra, sirviéndose de la ayuda de un perro del color del carbón a las maitines del Viernes Santo. Ató un extremo de la cuerda de su hábito al collar del perro el otro al tallo de la planta. Como decía el libro, la raíz presentaba una forma casi humana, gritaba y retorcíase cuando se la extraía. Llevola escondida entre sus ropas hasta su claustro y allí alimentola con una mezcla de miel, leche, unas gotas de su sangre y la mitad de la bolsa de tierra del bosque donde habían esparcido las cenizas de su hijo. La otra mitad depositóla en el suelo, dibujando con ella símbolos alquímicos de los elementos. Allí apoyó a la mandrágora que hallábase ahora en silencio e inmóvil. Abandonó el claustro y dirigiose a realizar las labores del día que comenzaba.

 Al finalizar sus tareas, relativas al ayuno y al rezo correspondientes a la fecha de la pasión y muerte de Nuestro Señor, Adriano dirigiose apresurado a su claustro. Encontrose en él a un niño desnudo de unos dos años en apariencia que jugaba con lo que parecían ser cáscaras de cebolla. Había surgido de la mandrágora como una mariposa surge de su capullo. El niño volteose y corrió a abrazarlo sonriendo diciéndole “hola papá, soy Lorenzo Antoniolli”. Adriano arrodillose ante él y entre lágrimas besó todo su rostro. Sus ojos eran el reflejo de los de Aryana.

 Lorenzo creció fuerte y sano en el convento. No pudo Adriano mantenerlo oculto por mucho tiempo y llevándolo ante su presencia, mintiole al Abad diciéndole que había encontrado al niño abandonado en las puertas del convento pidiendo comida y refugio. Prometió guiarlo en la senda de la caridad cristiana, hacerlo trabajar duro apenas alcanzara edad suficiente, compartir su claustro y su comida con él y responsabilizarse de cualquier problema que pudiera ocasionar en el convento. A pesar de que Suga declarara a viva voz su negativa, el Abad aceptó permitir al niño en el convento conservando sin embargo cierta renuencia. El monje hizo prometer al niño que no contaría a nadie sobre su origen ni la relación entre ambos. Este aceptó sin reparos.

 A pesar de su nacimiento poco ortodoxo, el niño demostraba poseer la gracia de Dios a diferencia de las aberraciones sin voluntad propia creadas por los alquimistas. Si bien era antinaturalmente inteligente para su edad y aprendió a leer y escribir en una sola lección, era alegre y curioso. Encontrábase particularmente interesado en los insectos. Su padre siempre encontraba alguno guardado en el único bolsillo de sus ropas cuando lo cambiaba para intentar lograrlo dormir, tarea muchas veces dificultosa. Hacía preguntas sobre el paradero de su madre, de la cual sabía su nombre y describía físicamente a la perfección. Adriano guardaba silencio a su lado, sosteniendo con toda su voluntad la angustia que se acumulaba en su corazón. Estaba seguro de haber arrancado a su hijo de los brazos de su madre, quien encontrábase en el Reino de los Cielos, ya que el niño describíala rodeada de paz, canto de aves y frondosos árboles.

 Cinco años transcurrieron con relativa calma. Lorenzo repartía sus días trabajando en la limpieza del convento, ayudando a su padre en la biblioteca y recorriendo el bosque lindante abandonándose en juegos solitarios.

 Fue en uno de estos recorridos sobre la hora nona cuando vio transitar por el sinuoso camino de piedra una caravana de caballos y carruajes. Corrió a dar aviso a los monjes, quienes lo acompañaron a observar y dijéronle que tratábase de Fernando de Valdés, Arzobispo de Sevilla, un hombre que ostentaba una larga trayectoria de inquisidor implacable. Cuando este entró por las puertas de la muralla de la abadía acompañado de su séquito, su grave mirada y rostro enjuto congelaron el pequeño corazón de Lorenzo, quien escondiose detrás del hábito de su padre. Llamó su atención una carroza que, por la fuerza que ejercían los caballos, adivinábase pesada y encontrábase cubierta por una gruesa lona.

 Toda la abadía estaba alborotada por la presencia de la jerarquía inmediata a la que respondían.

El Arzobispo dio bendición el recinto y fue acompañado al cuarto de las visitas importantes por el Abad siempre y su mascota Suga.

 Por la noche, Fernando de Valdés bendijo la cena y dirigiéndose a los monjes expresó disculpas por personarse sin el debido aviso, que el ejercicio del Santo Oficio había obligado a él a su comitiva a detenerse a mitad de camino de su viaje con destino a Roma.

 Adriano no escuchaba y miraba disimuladamente escudriñando cada rincón. Encontrábase nervioso. No veía a Lorenzo por ningún lado. Excusose de la mesa diciendo ir a prestar ayuda en la cocina, pero escabullose y recorrió todos los claustros. Salió al patio principal y escuchó el agudo sonido de la risa del niño. Vió los pequeños pies descalzos de Lorenzo asomarse por debajo de la lona del pesado carruaje. Allí dirigiose y levantó la lona.

 El carruaje sobre sí llevaba una enorme jaula de hierro y dentro de ella encontrábase una mujer sucia y harapienta que con los brazos saliendo de entre los barrotes abrazaba al niño. Adriano tomo a Lorenzo por la muñeca con intención de apartarlo, pero al mirar los ojos de la mujer paralizose. Esos ojos eran los de Lorenzo, y esa mujer era la suya. Uniose en el abrazo a ellos.

 Su razón gritaba “no comprendo”. Su corazón respondía “yo si”. Y permanecieron así largo tiempo.

 Hablaron de sus vidas desde que se separaron. Aryana contóle que dejáronla por muerta en el bosque, pero estando a punto de abandonar este mundo fue encontrada por una anciana. Fue llevada a un refugio y las mujeres del bosque sanáronla con sus hierbas mágicas. Que luego de su convalecencia, estas mujeres enseñáronle sus artes y que había logrado perfeccionarse en las mismas. Que desde que se separaron lloró el haber perdido a Adriano, pero que durante dos años no extrañó la compañía que en su vientre le daba Lorenzo, ya que habitaba cada paisaje que recorría como un espíritu en el bosque y que podían verse, abrazarse, hablar y besarse durante sus sueños. Pero que en un momento dado dejó de percibir su presencia y dejó de encontrarlo en el reino de Morfeo. Que llevaba años junto a las demás mujeres del bosque, a quienes llamaba hermanas, formando rondas nocturnas alrededor del fuego de la leña del abedul las noches de Luna llena para dar con el paradero del espíritu de su hijo. Que poco a poco habían logrado acercarse hasta un bosque cercano por las indicaciones que les daba la Luna, pero que en la última ronda los soldados de la Inquisición las atacaron de improvisto. Al ser ella responsable de la presencia de sus hermanas esa noche, utilizó un fuerte conjuro arriesgando su propia vida para protegerlas y convertirlas en invisibles a los ojos de sus cazadores y que entregose ella misma sin poner resistencia.

 Adriano comprendió al fin de dónde venían los conocimientos inexplicables de su hijo. El niño realmente había conocido y acompañado a su madre durante el tiempo que no estuvo junto a él. Contó todas sus vivencias a Aryana que lo miraba dulcemente. Cuando concluyó, la mujer tomó su brazo izquierdo y sobre el muñón formó una bola con el barro pegado a los barrotes de su prisión. Lo apretó con sus manos y Adriano sintió un calor intenso saliendo del mismo. Enfriose luego y rascando la tierra seca de la superficie, Aryana descubrió un puño cerrado ante el asombro de Adriano y de Lorenzo. El monje movió los dedos con facilidad y la risa brotó de sus labios. Besó los labios de Aryana lastimándose las mejillas con el frío hierro de la jaula. Prometiole que iban a buscar la forma de abrir la jaula junto con Lorenzo, que volverían y huirían de la abadía juntos.

 Sus planes viéronse interrumpidos por la grave voz del Arzobispo, quien daba orden a sus soldados de arrestar a la familia.

 Fue el monje Suga quien los delató. Este había seguido a Adriano sospechando de las intenciones que pudiese tener al abandonar el comedor. Escondiose entre las sombras y escuchó las conversaciones entre Aryana y Adriano. Su negro corazón encogiose por el temor de Dios al escuchar los sacrilegios de los amantes a la vez que regocijábase por obtener al fin una forma de librarse de Adriano y Lorenzo. Regresó así presuroso al comedor y realizó la acusación de rodillas y a los gritos ante todos los presentes. Luego de escuchar con atención al monje, el inquisidor ordenó a los presentes que no se movieran. Que junto a su séquito encargaríanse del asunto. Acercóse a la carreta en silencio con la intención de apresar a Adriano y al Lorenzo para interrogarlos. Pero al ver el muñón del manco convertirse una mano por medio de un impío sortilegio, santiguose y concluyó que no hacía falta ninguna confesión ante semejante evidencia.

 

 Esa noche, el monje y niño compartieron los barrotes de la carreta junto a la mujer. La lona que los cubría fue por Suga retirada entre sonrisas. La noche fría observábalos con lágrimas de nubes que empañaban su único y luminoso ojo blanco. Aryana cantábale a Lorenzo canciones en la lengua de los bosques. Cantábale una canción de cuna que parecía antigua, como inventada por Eva para cantarle a sus hijos gemelos en los albores del tiempo. Logró menguar de a poco su llanto y en poco tiempo cayó rendido por el sueño. Adriano abrazó desnudo a ambos y con su hábito despedazado improvisó una manta con la que todos acobijáronse. Oíanse a pocos pasos de distancia los golpes de las hachas y los gruñidos de las sierras.

 La mañana se personó más fría que la noche. Hacia ellos dirigiose un soldado de buen corazón que pesaba enormemente dentro de su pecho, y abrió el candado de la jaula. Colocóles grilletes a los tres en tobillos y muñecas implorándoles su perdón. Díjoles que había intervenido por el niño tres veces, pero que la amenaza del Arzobispo de preparar una cuarta hoguera lo acobardó. Que habiendo preparado la leña para las mismas intentó colocar hojarasca y leños húmedos para que tuviesen la piadosa muerte de la asfixia. Pero el inquisidor lo evitó diciendo que una muerte lenta y dolorosa mediante la llama más pequeña posible era la única posibilidad que le quedaría en la Tierra a las almas de los dos padres (ya que al niño ni humano lo consideraba) para expiar sus culpas ante los ojos del Señor y evitar así las llamas del Inframundo. Díjoles, conteniendo sus lágrimas y evitando sus miradas, que debían de disculparle una vez más su cobardía ya que no iba a ser capaz de presenciar sus muertes y que aprovecharía la distracción durante las mismas, huiría del convento y desertaría. Que su nombre era Roland Huber, suizo de nacimiento y mercenario de oficio. Que en los años que estuvo al servicio de Su Santidad había visto muchas muertes injustas y que sentíase responsable por demasiadas.

 Aryana sonriole con dulzura. Levantó pesadamente sus manos unidas por el hierro para tomar entre ellas sus mejillas y besarle la frente. Díjole que bien hacía en no ver el desagradable espectáculo, que su espíritu era noble y que estaba perdonado. El soldado rompió en un angustioso llanto que lo acompaño todo el trayecto que recorrió junto a la familia hacia sus destinos.

 Recibiéronlos miradas de desprecio y de odio. Adriano, llevando en cada mano las de su mujer y su hijo, observó cómo algunos monjes a que consideraba amigos contenían la risa por su desdicha.

 Frente a los tres troncos verticales de ciprés que nacían de las pilas de leña hallábanse el Abad, el Arzobispo y Suga. El primero, dirigiéndose a Adriano, recriminole haber abusado de su confianza y expresole su decepción diciéndole que hacía años que pensaba que sería su sucesor. Una mirada de odio fulminante hacia Adriano relampagueó en los ojos de Suga.

 Por su parte el Arzobispo de Valdés limitose a pronunciar las palabras latinas referentes a la extremaunción a cada uno de los condenados, para luego ordenar al soldado Roland que les quitara las cadenas. Cuando tocó el turno de Adriano, este sonriole y susurrole al oído “dichoso me siento por haber conocido en mi última hora a un amigo sincero, no tienes deudas con nosotros y puedes ahora marcharte en paz”.

 Tres soldados lleváronlos hacia los postes. Sorprendioles la entereza que presentaba el niño, que solo miraba a sus padres con amor. Atáronles fuertemente las muñecas con sogas por detrás de los troncos. El Arzobizpo, el Abad y Suga fueron los encargados de prender las antorchas para luego arrojarlas de a una entre a las pilas de maderos. Las primeras dos comenzaron a arder lentemante.

 Aryana había comenzado a recitar frases en un idioma desconocido para los presentes quienes santiguáronse a modo de protección ante una posible invocación maléfica. De pronto calló. Mordiose el labio inferior y de él parecíale brotar negra brea en lugar de sangre. Escupió este humor sobre la frente del niño. Este miróla sorprendido. Sus ropas desplomáronse al suelo y su cuerpo disolviose en semillas voladoras, parecidas a las del diente de león pero del tamaño de manzanas, en el preciso instante en el que Suga arrojaba su antrocha al montículo.

 Las semillas dispersaronse entre los presentes, bailando en la brisa de las fogatas. Una cayó a los pies del Arzobispo. Al tocar el suelo, convirtióse al instante en una monstruosa enredadera negra de retorcidos tallos. Estos tenían el grosor del tronco de un pino, con rectas púas y filosas púas como el brazo de un hombre, y crecían entrelazándose como serpientes en primavera. Una de ellas atravesole con sus púas el hombro Fernando de Valdés y levantolo varios metros del suelo.  Mejor suerte en la muerta sufrió el Abad, a quien uno de esos tallos atravesole el corazón y lo mató al instante.

 No así fue el destino de Suga, a quien dos retorcidos tallos aprisionaron y viose su mandíbula atravesada por la planta. Murió gritando de dolor durante horas, ya que su cabeza inmovilizada y hacia el suelo inclinada no permitiole siquiera ahogarse con su propia sangre.

 Donde encontraban el suelo, cada una de esas semillas mutaba en una mostruosa planta similar que no dejaba de crecer y que mataba a todos los que encontraba a su paso. Los monjes con sus túnicas parecían frutos marrones y carmesí naciendo de las espinas.

 En vano los soldados del Arzobispo intentaban cortarlas con sus espadas, logrando solo mellar los filos. Su dureza era similar a la del mármol.

 Contaron los pocos que lograron huir y tuvieron tiempo de voltear a observarlos, que Adriano y Aryana solo dedicáronse a mirarse entre ellos con los ojos de dos jóvenes enamorados y una sonrisa en sus labios.  Que ardieron rápidamente con un fuego verde y fantasmal, que con hambre fue devorando toda la abadía y que ardió durante setenta y cinco días.

 Cuentan algunos juglares que una de las semillas voló a través del bosque cayendo a los pies del soldado desertor Roland cuando encontrabase ya a varias leguas de distancia calentándose al lado de una fogata. Cuentan que de ella surgió Lorenzo, a quien vistió, protegió y llevó hasta las personas del bosque, donde fueron acogidos y con quienes vivieron hasta el final de sus días.

 Otros dicen que esa semilla convirtiose en el gigantesco y legendario sauce hueco que sirve de catedral a los paganos y que el Santo Oficio jamás ha sido capaz de encontrar.

 Lo único que puedo dar por cierto habiendo sido testigo, es que hasta el día de hoy, en las arboledas de Toscana, las personas de los bosques dejan al pie de ciertos arboles un recordatorio de esta historia. Y que este consiste en pequeños altares con dos ramitas de ciprés carbonizadas y una flor de diente de león atadas con un pañuelo marrón.


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