Cantan los juglares que viajan entre poblados y reinos que los hechos que estoy a punto de narrar sucediéronse entre los años 1552 y 1565 de Nuestro Señor.
Volvió a su tierra
Adriano luego de dos años, habiendo sido dado de baja debido a una desgracia
ocurrida durante el servicio por la cual perdió su mano izquierda. Cuando
regresó a su pueblo encontró su casa saqueada hasta las piedras de su
estructura.
Demoró días en
conocer el destino de su Aryana y su hijo, a quien habiendo la mujer soñado que
varón nacería, fue su decisión bautizarlo Lorenzo en honor al padre de su
padre. A quien preguntara parecía incomodar darle respuesta. Obtúvola de la voz
de dos mendigos, quienes dijéronle que habiendo muerto el niño en el parto y la
madre a las pocas horas del mismo, y al no haber llegado su hijo a ser
bautizado y al haber su madre haber vivido en pecado y sin derecho a comunión,
la Iglesia no permitió darles cristianas sepulturas. El pequeño cadáver fue
incinerado y esparcido en las cercanías del bosque donde fue abandonado el
cuerpo de su madre.
Por más que buscó
Adriano no logro dar con la sepultura donde descansaran ambos, un regalo divino
que hubiese aliviado en parte su corazón. Al no poder conseguir ninguna otra
reliquia, colocó tierra del bosque en una pequeña bolsa de tela que luego ató a
su cuello. Pobre, desdichado, inválido y con una tristeza que rebalsaba de su
alma, convirtiose en un vagabundo entregado al pecado de Baco y con el correr
de los meses su errante andar lo llevó a las puertas de la abadía de La Verna.
Las canciones discuten si ingresó al mismo con un deseo profundo de venganza en
su corazón o si por el contrario lo impulsó un sincero sentimiento de culpa e
intención de redimir sus pecados.
Fue recibido en el
convento sin demasiadas preguntas por parte del Abad, a quien los juglares
bautizan en cada interpretación con un nombre diferente por una tradición que
nadie recuerda cómo comenzó.
A fuerza de trabajo
duro, sobriedad y generosidad demostró poder llevar a cabo con soltura las
tareas más arduas pesar de su invalidez. Debido a su buena predisposición
ganose la confianza de casi todos los franciscanos. La excepción era el monje
al que todos en el convento a sus espaldas llamaban Suga, ya que parecía una
sanguijuela siempre pegada a la espalda del Abad. Una criatura repugnante cuya
intención era siempre su propio beneficio.
Los meses
transcurrieron y las responsabilidades asignadas a Adriano crecían. Sin
embargo, parecía que el tiempo sólo agregaba peso en su agotado corazón. Cada
noche agotaba las reservas de lágrimas de sus ojos hasta caer dormido en su
celda.
Ansiaba hallar la
calma de su espíritu, y la buscaba concentrándose en las lecciones de lectura y
escritura que el anciano encargado de la biblioteca, llamado Alonzo Bontadini,
gustoso comenzó a impartirle al notar que poseía una belleza superlativa en su
caligrafía. El bibliotecario díjole que todas las noches agradecía al Señor por
haberle conservado su mano diestra. El monje en poco tiempo logró comprender
perfectamente el latín. En secreto, el anciano también instruyole en la lectura
y escritura de otras lenguas menores, como el italiano, el francés, el español
y el alemán.
Leyó cuanto
manuscrito le fue permitido y en cuanto presentose la oportunidad, también
comenzó a leer los que le eran vetados. Estos eran libros confiscados a los
condenados por ser ofensivos contra la Santa Iglesia Católica. Entre ellos
encontrábanse tratados de astrología, medicina y alquimia. Fue esta última
disciplina la que enraizose en el corazón del Adriano Antoniolli.
Leyó tratados de Abú
Musa al-Sufí, que a su vez citaban los sacrilegios que Ko Hung realizaba en la
China. Fascináronle los descubrimientos de Nicolas Flamel y la aguda
inteligencia de Paracelso.
Comenzó a aprovechar
cualquier descuido del anciano Alonzo, quien cada día encontrábase más sordo y
despertábase con mayor dificultad. Cuando escribía copias de los Sagrados
Evangelios para otros monasterios solía llevar con él alguno de los libros de
su interés para aprovechar el momento y leerlos apenas escuchara al anciano
roncar. Las lagunas de llanto de las noches secáronse con el tiempo y fueron
rebalsadas por los nuevos conocimientos.
Quiso su suerte que
la Providencia llamara al poco tiempo a su lado a Alonzo Bontadini. El Abad lo
asignó a cargo de la biblioteca al haberse con su llegada duplicado la cantidad
de copias de los Sagrados Evangelios generadas por el monasterio. Esto diole
tiempo de sobra para seguir leyendo a sus anchas y en el cuarto cerrado de los
libros prohibidos, un lugar para realizar sus experimentos. Hubiese conseguido
la piedra filosofal de habérselo propuesto pero sus intereses otros eran.
Conocía perfectamente
la primera ley de la alquimia. La ley del intercambio equivalente que dictaba
que el hombre no puede obtener nada sin primero dar algo a cambio. Para crear,
algo de igual valor debe darse a cambio. Él había perdido todas sus
pertenencias, su familia y su mano izquierda. Si Nuestro Señor no le había
recompensado con la paz que incasablemente buscaba, le reclamaría a la
naturaleza un resarcimiento. Perdería su alma por poder conocer a su hijo.
Habíase obsesionado
con los tratados acerca de los homúnculos, criaturas artificiales creadas a
través de la magia y carentes de alma que servían ciegamente a sus amos pero
que indefectiblemente en algún momento se volvían contra ellos. Sabía Adriano
que a partir de estos podría lograr lo que buscaba.
Experimentó muchos
fracasos con las recetas de los escritos prohibidos, consistentes en mezclas de
carbón, mercurio, cabellos humanos, huevos, semen, líquido amniótico y cuanta
variación posible tuvo a su alcance hacer. Decidió retomar unos confusos
pergaminos que había abandonado, escritos por un extraño alquimista llamado Parthiomes,
que trataba principalmente sobre la conciencia de las plantas.
Siguió al pie de la
letra el método de extracción de la mandrágora de la tierra, sirviéndose de la
ayuda de un perro del color del carbón a las maitines del Viernes Santo. Ató un
extremo de la cuerda de su hábito al collar del perro el otro al tallo de la
planta. Como decía el libro, la raíz presentaba una forma casi humana, gritaba
y retorcíase cuando se la extraía. Llevola escondida entre sus ropas hasta su
claustro y allí alimentola con una mezcla de miel, leche, unas gotas de su
sangre y la mitad de la bolsa de tierra del bosque donde habían esparcido las
cenizas de su hijo. La otra mitad depositóla en el suelo, dibujando con ella
símbolos alquímicos de los elementos. Allí apoyó a la mandrágora que hallábase
ahora en silencio e inmóvil. Abandonó el claustro y dirigiose a realizar las
labores del día que comenzaba.
Al finalizar sus
tareas, relativas al ayuno y al rezo correspondientes a la fecha de la pasión y
muerte de Nuestro Señor, Adriano dirigiose apresurado a su claustro. Encontrose
en él a un niño desnudo de unos dos años en apariencia que jugaba con lo que
parecían ser cáscaras de cebolla. Había surgido de la mandrágora como una
mariposa surge de su capullo. El niño volteose y corrió a abrazarlo sonriendo
diciéndole “hola papá, soy Lorenzo Antoniolli”. Adriano arrodillose ante él y
entre lágrimas besó todo su rostro. Sus ojos eran el reflejo de los de Aryana.
Lorenzo creció fuerte
y sano en el convento. No pudo Adriano mantenerlo oculto por mucho tiempo y
llevándolo ante su presencia, mintiole al Abad diciéndole que había encontrado
al niño abandonado en las puertas del convento pidiendo comida y refugio.
Prometió guiarlo en la senda de la caridad cristiana, hacerlo trabajar duro
apenas alcanzara edad suficiente, compartir su claustro y su comida con él y
responsabilizarse de cualquier problema que pudiera ocasionar en el convento. A
pesar de que Suga declarara a viva voz su negativa, el Abad aceptó permitir al
niño en el convento conservando sin embargo cierta renuencia. El monje hizo
prometer al niño que no contaría a nadie sobre su origen ni la relación entre
ambos. Este aceptó sin reparos.
A pesar de su
nacimiento poco ortodoxo, el niño demostraba poseer la gracia de Dios a diferencia
de las aberraciones sin voluntad propia creadas por los alquimistas. Si bien
era antinaturalmente inteligente para su edad y aprendió a leer y escribir en
una sola lección, era alegre y curioso. Encontrábase particularmente interesado
en los insectos. Su padre siempre encontraba alguno guardado en el único
bolsillo de sus ropas cuando lo cambiaba para intentar lograrlo dormir, tarea
muchas veces dificultosa. Hacía preguntas sobre el paradero de su madre, de la
cual sabía su nombre y describía físicamente a la perfección. Adriano guardaba
silencio a su lado, sosteniendo con toda su voluntad la angustia que se
acumulaba en su corazón. Estaba seguro de haber arrancado a su hijo de los
brazos de su madre, quien encontrábase en el Reino de los Cielos, ya que el
niño describíala rodeada de paz, canto de aves y frondosos árboles.
Cinco años
transcurrieron con relativa calma. Lorenzo repartía sus días trabajando en la
limpieza del convento, ayudando a su padre en la biblioteca y recorriendo el
bosque lindante abandonándose en juegos solitarios.
Fue en uno de estos
recorridos sobre la hora nona cuando vio transitar por el sinuoso camino de
piedra una caravana de caballos y carruajes. Corrió a dar aviso a los monjes,
quienes lo acompañaron a observar y dijéronle que tratábase de Fernando de
Valdés, Arzobispo de Sevilla, un hombre que ostentaba una larga trayectoria de
inquisidor implacable. Cuando este entró por las puertas de la muralla de la
abadía acompañado de su séquito, su grave mirada y rostro enjuto congelaron el
pequeño corazón de Lorenzo, quien escondiose detrás del hábito de su padre.
Llamó su atención una carroza que, por la fuerza que ejercían los caballos,
adivinábase pesada y encontrábase cubierta por una gruesa lona.
Toda la abadía estaba
alborotada por la presencia de la jerarquía inmediata a la que respondían.
El Arzobispo dio bendición el recinto y fue acompañado al
cuarto de las visitas importantes por el Abad siempre y su mascota Suga.
Por la noche,
Fernando de Valdés bendijo la cena y dirigiéndose a los monjes expresó
disculpas por personarse sin el debido aviso, que el ejercicio del Santo Oficio
había obligado a él a su comitiva a detenerse a mitad de camino de su viaje con
destino a Roma.
Adriano no escuchaba
y miraba disimuladamente escudriñando cada rincón. Encontrábase nervioso. No
veía a Lorenzo por ningún lado. Excusose de la mesa diciendo ir a prestar ayuda
en la cocina, pero escabullose y recorrió todos los claustros. Salió al patio
principal y escuchó el agudo sonido de la risa del niño. Vió los pequeños pies
descalzos de Lorenzo asomarse por debajo de la lona del pesado carruaje. Allí
dirigiose y levantó la lona.
El carruaje sobre sí
llevaba una enorme jaula de hierro y dentro de ella encontrábase una mujer
sucia y harapienta que con los brazos saliendo de entre los barrotes abrazaba
al niño. Adriano tomo a Lorenzo por la muñeca con intención de apartarlo, pero
al mirar los ojos de la mujer paralizose. Esos ojos eran los de Lorenzo, y esa
mujer era la suya. Uniose en el abrazo a ellos.
Su razón gritaba “no
comprendo”. Su corazón respondía “yo si”. Y permanecieron así largo tiempo.
Hablaron de sus vidas
desde que se separaron. Aryana contóle que dejáronla por muerta en el bosque,
pero estando a punto de abandonar este mundo fue encontrada por una anciana.
Fue llevada a un refugio y las mujeres del bosque sanáronla con sus hierbas mágicas.
Que luego de su convalecencia, estas mujeres enseñáronle sus artes y que había
logrado perfeccionarse en las mismas. Que desde que se separaron lloró el haber
perdido a Adriano, pero que durante dos años no extrañó la compañía que en su
vientre le daba Lorenzo, ya que habitaba cada paisaje que recorría como un
espíritu en el bosque y que podían verse, abrazarse, hablar y besarse durante
sus sueños. Pero que en un momento dado dejó de percibir su presencia y dejó de
encontrarlo en el reino de Morfeo. Que llevaba años junto a las demás mujeres
del bosque, a quienes llamaba hermanas, formando rondas nocturnas alrededor del
fuego de la leña del abedul las noches de Luna llena para dar con el paradero
del espíritu de su hijo. Que poco a poco habían logrado acercarse hasta un
bosque cercano por las indicaciones que les daba la Luna, pero que en la última
ronda los soldados de la Inquisición las atacaron de improvisto. Al ser ella
responsable de la presencia de sus hermanas esa noche, utilizó un fuerte conjuro
arriesgando su propia vida para protegerlas y convertirlas en invisibles a los
ojos de sus cazadores y que entregose ella misma sin poner resistencia.
Adriano comprendió al
fin de dónde venían los conocimientos inexplicables de su hijo. El niño
realmente había conocido y acompañado a su madre durante el tiempo que no
estuvo junto a él. Contó todas sus vivencias a Aryana que lo miraba dulcemente.
Cuando concluyó, la mujer tomó su brazo izquierdo y sobre el muñón formó una
bola con el barro pegado a los barrotes de su prisión. Lo apretó con sus manos
y Adriano sintió un calor intenso saliendo del mismo. Enfriose luego y rascando
la tierra seca de la superficie, Aryana descubrió un puño cerrado ante el
asombro de Adriano y de Lorenzo. El monje movió los dedos con facilidad y la
risa brotó de sus labios. Besó los labios de Aryana lastimándose las mejillas
con el frío hierro de la jaula. Prometiole que iban a buscar la forma de abrir
la jaula junto con Lorenzo, que volverían y huirían de la abadía juntos.
Sus planes viéronse
interrumpidos por la grave voz del Arzobispo, quien daba orden a sus soldados
de arrestar a la familia.
Fue el monje Suga
quien los delató. Este había seguido a Adriano sospechando de las intenciones
que pudiese tener al abandonar el comedor. Escondiose entre las sombras y
escuchó las conversaciones entre Aryana y Adriano. Su negro corazón encogiose
por el temor de Dios al escuchar los sacrilegios de los amantes a la vez que
regocijábase por obtener al fin una forma de librarse de Adriano y Lorenzo.
Regresó así presuroso al comedor y realizó la acusación de rodillas y a los
gritos ante todos los presentes. Luego de escuchar con atención al monje, el
inquisidor ordenó a los presentes que no se movieran. Que junto a su séquito
encargaríanse del asunto. Acercóse a la carreta en silencio con la intención de
apresar a Adriano y al Lorenzo para interrogarlos. Pero al ver el muñón del
manco convertirse una mano por medio de un impío sortilegio, santiguose y
concluyó que no hacía falta ninguna confesión ante semejante evidencia.
Esa noche, el monje y
niño compartieron los barrotes de la carreta junto a la mujer. La lona que los
cubría fue por Suga retirada entre sonrisas. La noche fría observábalos con
lágrimas de nubes que empañaban su único y luminoso ojo blanco. Aryana
cantábale a Lorenzo canciones en la lengua de los bosques. Cantábale una
canción de cuna que parecía antigua, como inventada por Eva para cantarle a sus
hijos gemelos en los albores del tiempo. Logró menguar de a poco su llanto y en
poco tiempo cayó rendido por el sueño. Adriano abrazó desnudo a ambos y con su
hábito despedazado improvisó una manta con la que todos acobijáronse. Oíanse a
pocos pasos de distancia los golpes de las hachas y los gruñidos de las
sierras.
La mañana se personó
más fría que la noche. Hacia ellos dirigiose un soldado de buen corazón que
pesaba enormemente dentro de su pecho, y abrió el candado de la jaula.
Colocóles grilletes a los tres en tobillos y muñecas implorándoles su perdón.
Díjoles que había intervenido por el niño tres veces, pero que la amenaza del
Arzobispo de preparar una cuarta hoguera lo acobardó. Que habiendo preparado la
leña para las mismas intentó colocar hojarasca y leños húmedos para que
tuviesen la piadosa muerte de la asfixia. Pero el inquisidor lo evitó diciendo
que una muerte lenta y dolorosa mediante la llama más pequeña posible era la
única posibilidad que le quedaría en la Tierra a las almas de los dos padres
(ya que al niño ni humano lo consideraba) para expiar sus culpas ante los ojos
del Señor y evitar así las llamas del Inframundo. Díjoles, conteniendo sus
lágrimas y evitando sus miradas, que debían de disculparle una vez más su
cobardía ya que no iba a ser capaz de presenciar sus muertes y que aprovecharía
la distracción durante las mismas, huiría del convento y desertaría. Que su
nombre era Roland Huber, suizo de nacimiento y mercenario de oficio. Que en los
años que estuvo al servicio de Su Santidad había visto muchas muertes injustas
y que sentíase responsable por demasiadas.
Aryana sonriole con
dulzura. Levantó pesadamente sus manos unidas por el hierro para tomar entre
ellas sus mejillas y besarle la frente. Díjole que bien hacía en no ver el
desagradable espectáculo, que su espíritu era noble y que estaba perdonado. El
soldado rompió en un angustioso llanto que lo acompaño todo el trayecto que
recorrió junto a la familia hacia sus destinos.
Recibiéronlos miradas
de desprecio y de odio. Adriano, llevando en cada mano las de su mujer y su
hijo, observó cómo algunos monjes a que consideraba amigos contenían la risa
por su desdicha.
Frente a los tres
troncos verticales de ciprés que nacían de las pilas de leña hallábanse el
Abad, el Arzobispo y Suga. El primero, dirigiéndose a Adriano, recriminole
haber abusado de su confianza y expresole su decepción diciéndole que hacía
años que pensaba que sería su sucesor. Una mirada de odio fulminante hacia
Adriano relampagueó en los ojos de Suga.
Por su parte el
Arzobispo de Valdés limitose a pronunciar las palabras latinas referentes a la
extremaunción a cada uno de los condenados, para luego ordenar al soldado
Roland que les quitara las cadenas. Cuando tocó el turno de Adriano, este
sonriole y susurrole al oído “dichoso me siento por haber conocido en mi última
hora a un amigo sincero, no tienes deudas con nosotros y puedes ahora marcharte
en paz”.
Tres soldados
lleváronlos hacia los postes. Sorprendioles la entereza que presentaba el niño,
que solo miraba a sus padres con amor. Atáronles fuertemente las muñecas con
sogas por detrás de los troncos. El Arzobizpo, el Abad y Suga fueron los
encargados de prender las antorchas para luego arrojarlas de a una entre a las
pilas de maderos. Las primeras dos comenzaron a arder lentemante.
Aryana había
comenzado a recitar frases en un idioma desconocido para los presentes quienes
santiguáronse a modo de protección ante una posible invocación maléfica. De
pronto calló. Mordiose el labio inferior y de él parecíale brotar negra brea en
lugar de sangre. Escupió este humor sobre la frente del niño. Este miróla
sorprendido. Sus ropas desplomáronse al suelo y su cuerpo disolviose en
semillas voladoras, parecidas a las del diente de león pero del tamaño de
manzanas, en el preciso instante en el que Suga arrojaba su antrocha al
montículo.
Las semillas dispersaronse
entre los presentes, bailando en la brisa de las fogatas. Una cayó a los pies
del Arzobispo. Al tocar el suelo, convirtióse al instante en una monstruosa
enredadera negra de retorcidos tallos. Estos tenían el grosor del tronco de un
pino, con rectas púas y filosas púas como el brazo de un hombre, y crecían
entrelazándose como serpientes en primavera. Una de ellas atravesole con sus
púas el hombro Fernando de Valdés y levantolo varios metros del suelo. Mejor suerte en la muerta sufrió el Abad, a quien
uno de esos tallos atravesole el corazón y lo mató al instante.
No así fue el destino
de Suga, a quien dos retorcidos tallos aprisionaron y viose su mandíbula
atravesada por la planta. Murió gritando de dolor durante horas, ya que su
cabeza inmovilizada y hacia el suelo inclinada no permitiole siquiera ahogarse
con su propia sangre.
Donde encontraban el
suelo, cada una de esas semillas mutaba en una mostruosa planta similar que no
dejaba de crecer y que mataba a todos los que encontraba a su paso. Los monjes
con sus túnicas parecían frutos marrones y carmesí naciendo de las espinas.
En vano los soldados
del Arzobispo intentaban cortarlas con sus espadas, logrando solo mellar los
filos. Su dureza era similar a la del mármol.
Contaron los pocos
que lograron huir y tuvieron tiempo de voltear a observarlos, que Adriano y
Aryana solo dedicáronse a mirarse entre ellos con los ojos de dos jóvenes
enamorados y una sonrisa en sus labios.
Que ardieron rápidamente con un fuego verde y fantasmal, que con hambre
fue devorando toda la abadía y que ardió durante setenta y cinco días.
Cuentan algunos
juglares que una de las semillas voló a través del bosque cayendo a los pies
del soldado desertor Roland cuando encontrabase ya a varias leguas de distancia
calentándose al lado de una fogata. Cuentan que de ella surgió Lorenzo, a quien
vistió, protegió y llevó hasta las personas del bosque, donde fueron acogidos y
con quienes vivieron hasta el final de sus días.
Otros dicen que esa
semilla convirtiose en el gigantesco y legendario sauce hueco que sirve de
catedral a los paganos y que el Santo Oficio jamás ha sido capaz de encontrar.
Lo único que puedo
dar por cierto habiendo sido testigo, es que hasta el día de hoy, en las
arboledas de Toscana, las personas de los bosques dejan al pie de ciertos
arboles un recordatorio de esta historia. Y que este consiste en pequeños
altares con dos ramitas de ciprés carbonizadas y una flor de diente de león
atadas con un pañuelo marrón.
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