viernes, 19 de febrero de 2021

Eterna



 Las translúcidas alas, casi indistinguibles dentro del dorado ámbar. Las extremidades rotas, debido a la desesperada lucha contra su ineludible final. Los delicados cabellos, flotando inmóviles.  Los senos resecos y la piel disecada, sólo sostenidos por la prisión fósil. El protector abrazo a la larva dormida en su regazo. El último grito de ayuda, ahogado en resina prehistórica.  


viernes, 22 de enero de 2021

Cojudo

 


   Cada tanto, después de varias copas, el tema sale solo en las charlas. A veces pasa seguido, sobre todo en verano, en las juntadas en la pulpería. Otras, estamos más de un año sin nombrarlo. Pero casi siempre surge cuando se suma uno nuevo a la mesa; normalmente algún amigo o pariente lejano de uno de los habituales, que está de visita en el pueblo. Pero nunca nos creen. Capaz por eso lo contamos entre varios, como con la esperanza de dar una imagen de credibilidad. Un poco para que no parezcamos locos y un poco para convencernos de que no lo estamos. Porque a mí, que estuve más cerca que la mayoría, todavía me hace ruido y me cuesta creerlo. Lo repasé mil veces en mi cabeza y una parte mía todavía dice que lo aluciné.
   La cosa fue así. Los domingos después de comer, siempre fue costumbre ir a la riña del palenque que quedaba atrás del tambo del viejo Peñaloza. Se hacían otras en esa época, pero la del viejo era distinta. El tipo ponía orden. Lo he visto a él mismo revolear contra el portón a uno que cayó en pedo buscando roña. Todos le confiaban la guita de las apuestas tranquilos de que Peñaloza no tocaba un mango y hasta había que encajarle una comisión de prepo. Además, era primo del comisario así que en su rancho los milicos nunca jodían. Por eso muchos pasábamos religiosamente por ahí. Más de uno llevaban a la jermu y a los críos. Yo debo haber empezado a ir con quince años más o menos y nunca la abandoné.
  Tuve algunos gallos lindos, pero nunca los llevé a la riña. Cuesta mucha guita y dedicarle horas para mantenerlos bien. Además, nunca tuve mucha suerte. Terminé vendiéndolos junto con los corrales, comederos y bebederos cuando estaba juntando para comprarme la chata.
   Durante el día del quilombo, el lugar había estado hasta las pelotas. Había venido gente de afuera, unos bichos de la san puta pero la mayoría mal entrenados, mucho pendejo nuevo. Cuando cayó la noche, los chorizos y las empanadas se habían acabado, y quedaba vino muy berreta. No parecía que se fuese a pelear más. Desde hacía casi una hora estaban trabados dos zainos idénticos, como de la misma puesta, y muy malos de boca los dos. A esa altura, a uno ya le faltaba medio pico y al otro le colgaba un ojo. El sobrino del Peñaloza ya estaba preparando el balde de arena para cambiar la del ring y dejar todo limpio, mientras algunos comedidos apilaban las tablas y caballetes en un costado. Pero los dos pendejos que los habían traído (que para mí, parecían tan gemelos como sus gallos) eran nuevos y no querían debutar con un empate. Yo ya ni miraba, me daba lástima que arruinen a los bichos así, y por cómo quedaron lo más probable era que los dos terminaran en un puchero.
   Estaba tomando los últimos vinos y chamuyando con los viejos habituales. Algunos cantaban y tocaban la viola, alguno dormía del pedo, otros jetoneaban la guita que perdieron o ganaron. Pero nadie amagaba a irse antes de que terminara el asunto. Si no, Peñaloza no te dejaba volver, por lo menos durante unos meses. Se lo tomaba como una falta de respeto a él y a su rancho.
   En medio de todo eso, cayó el rengo Emilio. Raro. Muy raro. No me acordaba de haberlo visto antes por ahí. Me saludó con una sonrisa y me repitió que se acordaba bien la cantidad que me debía y que ya me la iba a pagar. Como de costumbre.
   Pobre Emilio, siempre le tuve cariño. Era un tipo bastante corto, y además de rengo tartamudo. Pero buena gente. Muy laburador y muy gaucho. Muchos lo habían cagado por confiado haciéndolo laburar para nunca pagarle. Pero él los seguía saludando con la misma sonrisa boba de siempre. A mí me daba lástima. La madre había sido amiga de mi vieja y andaba bastante jodida, así que siempre que lo encontraba pidiendo fiado, le he arrimado unos mangos sin preguntar nada. Por eso siempre que me veía me recordaba cuánto y cómo me iba a pagar. Yo ya sabía que no podía hacerlo ni queriendo, por eso ni llevaba la cuenta ni me importaba. Vivía en un ranchito de mierda que daba al fondo de mi casa. Nos veíamos seguido y me convidaba siembre unos mates mal cebados y arruinados de azúcar cuando estaba al pedo y me veía a mí laburando. Pero, aunque fuese sólo por tener cerca a alguien tan desinteresado, valía la pena aguantar esos mates. Tardé bastante en darme cuenta que, con todos sus defectos, siempre fue un gran amigo para mí.
   Saludó con la cabeza a todos los que se dieron vuelta para ver quien venía. Se acercó arrastrando la pata hasta donde estaba Sardeli, entronado con sus compinches parados alrededor, como un emperador romano con una tacuara metida en el culo. Sebastían Sardeli. La mayor mierda que tuvimos en el pueblo. Un gordo asqueroso que se dedicó a cagar gente a más no poder. Siempre metido con los punteros, la cana, las putas y la falopa. Bicho malo como él solo, pero recontra cagón. Los conocía de toda la vida, de chicos íbamos a la misma escuela. Una vez, me mandó a cagar a palos por su bandita porque me puse de novio con una que le gustaba. Cobré fiero, pero después lo agarré solo en el camino que se tomaba para ir a la casa. Le bajé un diente a piñas, se fue llorando a casa y todo meado; con la mala leche de que lo vieron varios en el camino. No me jodió nunca más. Terminamos el secundario y desapareció un tiempo largo, pero había vuelto hacía unos años. Lo primero que me di cuenta cuando lo vi fue que estaba gordo como un lechón y que el agujero que le dejé en el comedor se lo había rellenado con oro. Me saludaba de lejos como si nada, pero era rencoroso y estaba seguro que todavía me la tenía jurada. 
  -B…b..buenas noches d..d..don Sebast…tián- tartamudeó el rengo. El gordo le levantó la mano mostrándole la palma llena de anillos y siguió hablando con sus amigotes sin darle bola. El pobre Emilio lo buscaba con la mirada. Se le atragantaba lo que quería decir, no sé si por vergüenza o por su tartamudez. Pero al final le soltó casi gritando:
 -Si le p…p..parece a usted le parece le…le riño contra el Zorro- En ese momento para mí, se callaron hasta los grillos que había afuera. En momento así, en una película de cowboys, se para la pianola. Justo habían terminado los zainos en un empate cantado hacía unos minutos y estaba todo el mundo por irse para las casas. Pero el Zorro no había peleado esa noche y era un espectáculo verlo. Todos pararon la oreja cuando lo nombraron.
  Sardeli sería una bosta, pero tenía unos gallos de la san puta. Fue juntando los de muchos giles que le debían y se los daban como pago. Y de todos, el mejor era el Zorro. Le decían así porque muchos gallos campeones y aguerridos, le terminaron queriendo rajar de la arena, desesperados como cuando uno de esos bichos entra en un gallinero. Cruza de malayo y puede que también con ñandú. Una bestia altísima, negro como el alma de su dueño, con una cresta gigante e impecable, casi violeta y aserrada. Precioso por donde lo miraras. Por su tamaño, más de un avispado lo había tomado por lento y pesado, peleándole con gallos de porte más ágil, y todos terminaron perdiendo mucha guita. Pisó gallinas de todos los galleros del pueblo, pero ninguno de sus pollitos salió ni parecido. Por eso, Sardeli lo cuidaba como oro. Me habían dicho que lo hacía correr todos los días en una pista con obstáculos que le había preparado y que le soltaba casi todos los días algún gallo de ponedora con el pico y los espolones amputados para que practicara sus masacres. Ni hablar que le daba de comer como a un rey. Al bicho le contaban veinticinco peleas y seguía entero como un pollo con pluma nueva. 

   - ¿Y de dónde sacaste gallo vos, se puede saber? – le contestó el gordo a Emilio, con las cejas muy altas y los dedos cruzados apoyados en la panza.
   - N…no tengo gallo. L…le p…peleo con el C..cojudo.- dijo Emilio levantando una canastita de mimbre que hasta ese momento no le había visto. Se cagaron de risa casi todos los que estaban, pero el rengo y el gordo se miraban fijo a los ojos sin pestañear. Yo no podía entender qué carajo pasaba por la cabeza de Emilio.
   Al Cojudo lo conocía todo el pueblo, Emilio lo llevaba hasta para hacer los mandados. Siempre fue un tipo bichero y ya lo habíamos visto con nutrias, zorros y mulitas. Pero con el Cojudo tenía algo especial. Lo había encontrado en un nido de teros que había destrozado una iguana. Era el único pichón que quedó vivo, pero como se le había quebrado un ala y se le curó mal, nunca aprendió a volar. El terito igual creció muy sano. Seguía con sus patitas flacas y nerviosas al rengo para todos lados y no le perdía el paso. Emilio me quemaba la cabeza hablándome del Cojudo cada vez que se arrimaba a mi casa a charlar. El tero me miraba siempre desde el piso, pegado al pie del dueño.
   Cuando se calmaron un poco las risas, Sardeli (sin cambiar la cara de culo) dijo:
   -Muy linda la joda, pero no me hagas perder el tiempo ni me tomés de boludo…
   -Le…le ap…puesto el rancho y la tierra contra to…todo lo que lleve encima- se apuró a contestarle Emilio.
   Casi nos peleamos con Peñaloza para ver quien llegaba primero a agarrar al rengo del codo. Pero el gordo Sardeli era diablo, y le apretó la mano antes de que llegáramos. Ya estaba todo dicho y que tuviese que pasar iba a pasar.
   El rancho de Emilio sería una cagada, pero tenía unas cuantas hectáreas y era uno de los pocos de la zona que daba al arroyo. Bien aprovechado, se le podía sacar mucha guita.
   En el ambiente había algunas risas, murmullos, pero, sobre todo, caras de asombro. Cuando cayeron que la cosa iba enserio, a Peñaloza lo acorraló una avalancha de gente queriendo apostar y sacar unos mangos fáciles. Los más desesperados eran los pendejos de los zainos, que querían salvar la noche a como sea. El pobre viejo no sabía cómo tomar las apuestas.
   -Tomalas treinta a uno que respondo cualquier cosa- dijo el gordo cagándose de risa y mostrando su diente dorado. Se paró y dejó arriba de la barra de Peñaloza una cantidad de guita que no había visto junta en mi vida. Después se dijeron muchas versiones, de por qué justo ese día tenía todo ese fangote encima. La verdad, es que nadie sabe. Y esa pila se duplicó en altura cuando el viejo terminó de anotar el nombre y los montos de todos los que sumaron a apostar.  
   A todo esto, yo trataba al pedo de razonar con Emilio. Me decía que me quede tranquilo, que él sabía lo que hacía. Lo recontra cagué a puteadas y estuve muy cerca de cachetearlo.
  Cuando el viejo dio la orden, empezaron a prepararlos. Sacaron al Cojudo de la canasta y ya daba entre lástima y risa nomás de verlo. Se había desplumado un poco en el traqueteo del viaje y miraba para todos lados sin entender nada. El sobrino de Peñaloza lo preparó, limpió todo y (aguantándose la risa para evitar que el tío lo cagara a pedos) lo dejó en una jaula de la que se podía piantar entre los barrotes sin apretarse mucho. Después siguió con el Zorro. Estaba recién mudado y las plumas le brillaban verdosas y azuladas bajo las luces. Picoteaba y pateaba para todos lados. Tenía con un hambre de pelearse que no veía. Cuando estaban por guardarlo, se le acercó Sardeli y con las navajas en mano, mirando a Emilio dijo sobrándolo:
   -Acá todos saben que al Zorrito siempre lo hago pelear con fierros. Te daría un par para tu bicho, pero no tengo de esa talla. ¿Tenés algún problema?
   Los alcahuetes del gordo exageraban la gracia. Los espolones del Zorro medían como una culebra y nunca se los cortaron, pero el gordo le abrazaba unas navajas de igual tamaño al lado. Con la fuerza de esa bestia y las bayonetas dobles que tenía en cada pata, lo vi una vez separarle la cabeza del cogote a un gallo tricolor que siguió corriendo un rato, enchastrando con sangre a todos los que estaban cerca.
   -No n…no. Co…como usted diga Sa..sardeli- contestó Emilio con la cabeza bien alta.
   El gordo agarró su gallo y después de ponerle las navajas en las patas, le dio un beso en la cabeza sosteniéndolo del pico. Lo levantó y lo llevó a su esquina del ring. Emilio, acariciando al Cojudo, lo llevó a la suya. Nos acercamos todos a mirar. Los largaron. Todos clavamos la vista en el gallo, esperando que el tero ni se moviese o saliera corriendo. Fue por eso que lo que vio la mayoría fue una mancha gris envolviendo una negra. La pelea duró no más de tres segundos. Nos costaba entender lo que nos mostraban los ojos. El Zorro en el suelo, con el pico clavado en la arena, las patas estiradas para atrás con los espolones y las navajas limpios, arriba de un charco formado por casi toda su sangre. El resto, la tenía encima el Cojudo, que se picoteaba el plumaje intentando limpiársela. Ni bola le daba al gallo muerto.
   Cuando Peñaloza se acercó a mirar de cerca, dio vuelta al gallo y pudimos ver que tenía un tajo enorme desde el medio de la pechuga hasta el buche. También se veía que tenía los dos ojos reventados. Después de un tiempo, con lo que más o menos llegamos a ver los que no pestañeamos durante la pelea y reconstruyendo de cachos lo que le tocó a cada uno, pudimos armar entre varios la secuencia de lo que pasó. El Zorro (hecho una furia) se abrió de alas y corrió enseguida hasta el tero, queriendo saltar para cortarlo con las navajas. El Cojudo no le dio tiempo: aprovechó la situación para saltar él primero y tajear con la púa de una de sus alas toda la panza y el cogote del gallo de abajo para arriba. El Zorro se quedó en el lugar, sin caer en cuenta del tajo que lo vaciaba de sangre y de granos guardados en el buche, ni en dónde había ido a parar el tero. El Cojudo, mientras caía, se paró en el ala desplegada del gallo como si fuese una percha, ganando la altura suficiente para atravesarle la cabeza de un ojo a otro con el pico.
   En conclusión, el tero mató dos veces y en segundos al gallo más campeón de la zona.
   Estábamos tan concentrados alrededor del gallo muerto que no nos dimos cuenta que habían desaparecido el tero, su dueño y toda la guita. Rengo y medio tonto, nadie se lo había esperado. Recién cuando escuchamos venir desde afuera el ruido del motor, salimos varios y vimos cómo se iba con chata levantando la polvareda de la ruta. Se hizo un silencio de muerte. Recién ahí me di cuenta que tenía a Sardeli al lado y tuve que aguantarme mucho para no cagarme de risa de su cara.
   Pero me preocupaba lo que le podía llegar a pasar a Emilio. Juro que ni pensé en que me había robado. Tenía que agarrarlo para hablar y ver cómo hacerlo safar del quilombo. Volví a entrar y le agarré las llaves de la mesa a Peñaloza y gritando mientras me iba, le pedí prestada su camioneta sin esperar que me dijera si o no. Empujé a todos mientras pasé, me subí y la arranqué arando. Era un fierro y corría como engualichada, pero esa noche Emilio era brujo y a mi chata (que le costaba arrancar por la mañana) le debe haber puesto alas porque nunca la alcancé.  Llegué al camino que daba a mi casa y a su ranchito después, y de la desesperación me llevé puesta la tranquera. No había pasado nadie por ahí, pero frené de golpe cuando vi un bulto en la tierra. Me bajé y vi que era el canastito de mimbre en el que había metido al Cojudo.  Estaba hasta arriba de guita, alcanzaba para comprarme seis veces la chata. Tenía una nota mal escrita que decía “PERDONEME Y MUCHAS GRASIAS AMIGO”. Se ve que Emilio la había revoleado desde la ruta, sin parar siquiera. Me dejó con mucha hambre de explicaciones.
   Cuando entré a mi casa, vi desde la ventana como Sardeli y sus perejiles encaraban para el rancho de Emilio. Lo dieron vuelta, revoleando todas las porquerías que tenía al medio del barro. Como no encontraron nada, lo prendieron fuego. Me la vi venir y fui a buscar el rifle que heredé de mi viejo. Sabían que yo era amigo del rengo y estaba seguro que me iban a apurar. Pude ver cómo se acercaba uno de los gorilas y lo frené de un tiro a las patas.
   -” Yo no tengo una mierda que ver, Sardeli. Tómense el palo porque al próximo le vuelo la jeta”- Sabía que no tenían huevos de llevar fierros a lo de Peñaloza, pero me la estaba jugando al no estar seguro si no los tenían en los autos. Por suerte, se fueron puteando. Esa noche me la pasé mirando por la ventana, con el rifle en la mano y empujándome ginebra en la garganta para ganar coraje. Nunca volvieron.
   Desde ahí, pasó de todo. A la semana encontraron mi chata abandonada al lado de la ruta. La habían deshuesado toda. A Sardeli no se le podía hablar del tema, estaba más peligroso y carroñero que nunca. Dicen que a uno que se le ocurrió gastarlo, le cortó una oreja. Desapareció también después de unas semanas.
   A la vieja de Emilio, tampoco la encontraron. Muchos dicen que se la llevó esa misma noche con él para internarla en un hospital que ya tenía junado. Otros, que después de la riña se encontró con Peñaloza y que éste le compró el terreno del rancho para que se fuese tranquilo. Que después el viejo se la vendió a los que pusieron la estancia nueva ahí. Y que con esa guita y la de la pelea, Emilio se fue a vivir a Uruguay, porque allá tenía unos parientes. Otros dicen que a Santiago del Estero, o a Santa Cruz. Otros dicen que Sardeli los hizo cagar a Emilio y a la vieja, que con unos policías y un juez arreglaron todo, y que por eso se tuvo que rajar después. Prefiero pensar en la primera.
   Algunos dicen que Sardeli se mudó a Capital, y que ahora es puntero de no sé quién mierda. Otros, que el gordo terminó preso por otro asunto y se terminó pegando un corchazo en la boca con fierro tumbero, cansado de que se lo culearan. Prefiero pensar en esto último.
   Lo cierto es que, después de lo que pasó, primero de cayetano, después boqueándolo entre todos, más de uno trató de entrenar un tero para la riña. Uno llegó a juntar más de veinte, jetoneando siempre que eran mejores que todos los gallos que tuvo. Al que hacía las navajas para los gallos del pueblo, se le ocurrió adaptarlas para los espolones de las alas. Pero ninguno sirvió para nada y fue una masacre de teros. A los que probaron meterles navajas, las alas se les caían al piso por el peso. Los gallos los fueron matando de uno, la moda duró poco más de un año.
 De hecho, hasta los gallos fue abandonando el pueblo. Las peleas son cada vez más raras porque a muchos les debe pasar como a mí: les parece que ya vieron todo lo que tenían que ver. Lo de Peñaloza hoy funciona de pulpería, lugar de reuniones, peñas y fiestas. El viejo mandó a embalsamar al Zorro y lo tiene en un estante entre las botellas. Cuando le preguntan por ese gallo monstruoso, les dice que nos inviten unos tragos para que les contemos cómo terminó ahí.  
   Yo todavía guardo en la billetera una pluma que encontré en el mimbre de la canasta donde Emilio me dejó la guita. Les gané cariño y respeto estos bichos. Me quedo mudo cuando los veo picotear un aguilucho que se les acerca al nido. Me acuerdo mucho de los huevos del Cojudo. Pero, sobre todo, de los de Emilio.

martes, 5 de enero de 2021

Providencia

    Quienquiera que seas, bienvenido. Hasta el momento en el que escribo esta carta, este ha sido mi hogar. Toma de esta casa lo que necesites. En la cocina seguramente encuentres algunos víveres, un cuarto con herramientas atravesando el jardín del fondo y dos camas confortables en el primer piso. Si no ha sufrido ninguna modificación durante este tiempo ni has forzado ninguna otra entrada, bajando la cortina metálica de la cochera podrás mantente a salvo y seguro. Ojalá el mundo haya sanado sus heridas al punto de que estas indicaciones te resulten ridículas e innecesarias. De no ser así, es mi mayor deseo que tengas la mayor de las suertes, logres llevar una supervivencia pacífica y que mis bienes sean de ayuda para lograr ese objetivo. 

   Permíteme también dejar en ti la que será la única constancia de mi existencia. El único recuerdo de mis vivencias. Muchas de ellas te repugnarán. Es probable que incluso llegues a despreciarme. Lo entiendo y hasta deseo que así suceda, ya que eso significaría que la mayor tragedia que le ha tocado atravesar a la humanidad pudo de alguna manera resolverse; y que esta dio paso a una nueva era con preocupaciones muchísimo más mundanas que las que me tocaron atravesar. Tal vez sólo alguien contemporáneo a mi época sea capaz de comprender mis acciones y perdonar mis decisiones. Espero que se entienda que todo lo he hecho por el bien de mi familia. Y que, contra todo pronóstico, logré darle sustento y mantenerla a salvo durante esta catástrofe.  
   Prefiero guardar sus nombres y. No estoy arrepentido de nada de lo que he hecho; sin embargo, darlos a conocer implicaría la posibilidad de que se vuelvan maldigan y condenen durante los años que nos sobrevivirán. Permíteme darte, amigo, todo lo que de nosotros queda, con excepción de nuestros nombres.
  La causa de mis actos no ha sido sólo el evidente amor que siento por mi familia, sino también el cumplimiento de una enorme deuda hacia ella. Demasiadas veces, mi mujer y mis hijos han sido el único motivo por el cual no he comprado una soga los suficientemente fuerte como para sostener mi cuello de una viga, volado verticalmente con destino al pavimento desde la terraza de un edificio o dejado que la sangre de mis muñecas tiñese las burbujas de mi bañera. Esta deuda data incluso de mucho tiempo antes de que comenzara la peste.
 Desde el momento en el que la conocí, mi esposa se convirtió en el objeto de mi mayor admiración. Siempre fue una mujer cariñosa, atenta, fuerte y decidida. Una criatura completa, a diferencia de mí, quien la necesitaba incluso antes de que entrara en mi vida. Como si fuese poco, ha sido también con quien descubrí que en la Tierra pueden habitar criaturas bellas al límite de lo mitológico. Durante nuestras primeras citas me limitaba a quedarme en silencio, mirándola y admirándola. Escuchaba callado y boquiabierto historias trágicas que maridaba con humor negro y me regalaba desinteresadamente. A mí, quien de no ser por una amistad en común sería prácticamente un desconocido. De su boca descubrí que había salido airosa de miles de experiencias dolorosas con un heroísmo apoteósico, que mi vergonzosa imbecilidad creía incompatible con una fisionomía tan delicada.
 Pasados los primeros meses de magnánima exploración carnal traducida en incontables orgasmos, e incluso esa primera pelea de pareja que ninguno recordó nunca su origen, me presentó a sus parientes. Descubrí por ellos que siempre fue la mejor representante de las cualidades que yo admiraba en ella en una familia que, para mi sorpresa, estaba colmada de mujeres que también las compartían. Amé a todas ellas y las sentía hermanas, madres y tías propias ya que a mi crianza careció de presencia femenina al haber dependido exclusivamente de mi padre, quien murió demasiado joven.
  Sin embargo, fue su tenacidad al plasmar su singular habilidad artística mi favorita entre todas sus cualidades. No siempre obtuvo los frutos que mereció, ni prestigiosa ni monetariamente. Pero la he visto tratar con su típica dulzura y cotidianeidad a personalidades internacionales de calibre tal que, en el medio de la estepa mogola, un lugareño reconocería sus rostros inmediatamente. Y he oído decir a varias de comentar a celebridades que sólo se encontraban en el país para conocerla a ella y observar su arte. Entenderás que, por este motivo, no pueda revelarte cuál era su campo artístico si lo que pretendo es guardar su anonimato.
 Nunca comprendí qué detonó el efecto mariposa que derivó en que ella se fijara en mí, me buscara y sedujera. Siempre fantaseé que quienes nos observaban juntos se decían entre sí o para sus adentros “demasiada mujer para este tipo; tiene que ser millonario”, teoría que se les derrumbaba al observar con más detalle cómo iba vestido o el óxido en el parachoques de la porquería que conducía. Por ello, me prometí merecerla y proveerla de todo lo que me era humanamente posible mientras estuviese en este mundo. Fue ella quien me quien mejor persona.
   Esta promesa se renovó gracias a las dos criaturas que me dio. Mi hija mayor estaba en su vientre cuando nos casamos. Cuando me dio la gran noticia me encontraba trabajando. Mi jefe de entonces (el mejor que tuve nunca) compartió con un abrazo la alegría de ese momento. Me dijo al instante que quería darnos un regalo de mi elección y, sabiendo que no iba a aceptar un no como respuesta, sólo le pedí una fecha en el salón de fiestas de su familia. Aceptó gustoso, me dio el resto del día libre y pude ofrecerle matrimonio ese mismo día: era una promesa que se había pospuesto durante años por falta de dinero. Su mal simulado desinterés en el casamiento se derrumbó bajo los saltos de alegría al proponérselo.
  Mi hija copió fielmente sus ojos, su sonrisa y su corazón. La única personita que me ha llamado “papá”, la primera criatura en hacerme llorar de la felicidad en cuanto la vi nacer. Nunca he visto a nadie tratar con tanto amor y delicadeza a cada criatura viviente con la que se ha cruzado; ni dar esos besos y abrazos prácticamente a cualquiera en ataques inesperados del cariño más puro. Imitaba a su madre en absolutamente todo y reservaba su favoritismo hacia mí sólo a la hora del cuento para dormir. He sido siempre muy blando con ella y nunca conoció castigo por mi parte. De no ser por su innata bondad y mi falta de severidad compensada a regañadientes con la de su madre, fácilmente se hubiese convertido en una malcriada.
  Mi hijo llegó a nuestras vidas siete años después. Teniendo un varón de mi sangre conocí el pánico de la responsabilidad de guiarlo a convertirse en un buen hombre. A los pocos días que nació, descubrí que en él amigo con quien más podido reírme en mi vida, gracias a una risa contagiosa mutua que era el motivo de pleitos con su madre por excitarlo a la hora de dormir. Mas de una vez fantaseé una escena: él ya adulto y yo un anciano, gastándonos mutuas bromas y utilizando el mismo humor ácido y estúpido; el cual que poca gente comprende y del que suelo abusar.
  Mi mujer y mis hijos. Las tres criaturas más bellas que jamás vi. Los tres, con los mismos ojos verdes y los mismos cabellos castaños. Llegar a casa a casa de noche, besarlos y abrazarlos era la solución a cualquier problema que arrastrara el día.
   Nuestro primer contacto con la peste sucedió volviendo de vacaciones. La niña se infectó en verano, durante la última visita que hicimos a la playa con las maletas ya en el auto. Pasó durante el brote que se dio a conocer en las noticias como el primero del país; y puedo asegurar que fue con ese surfista sobre el que se debatió tanto con quien empezó todo. Teoricé luego del ataque a mi hija, que bajo el mar se encontraban infectados y fueron estos quienes lo contagiaron a él. Pero en ese momento no pude comprobarlo, ni me interesé en ello. Salimos de la playa fácilmente. No existían los controles y la poca policía que se presentó no sabía ni por dónde comenzar a contener la estampida de veraneantes dominados por el pánico.
  No llamamos a una ambulancia ni al servicio de emergencia. Mi esposa me rogó no hacerlo, y fue un alivio porque compartía esa decisión. En parte, no confiábamos en el gobierno: ya habían circulado videos extranjeros de campos de infectados enjaulados, siendo prendidos fuego, acribillados o simplemente con sus cráneos atravesados. Y el recuerdo que con mayor fuerza se impregnó en mi memoria fue ver una niña de la edad de mi hija mirando a la cámara sin demostrar dolor, estirando sus brazos a través de un alambrado mientras el fuego consumía por rapidez sus cabellos y su piel.
  Por otra parte, se encontraba bastante bien: ya en el auto revisamos su herida y no parecía profunda ni haber sangrado. Tuvo un poco de fiebre, pero la controlamos con paracetamol, miró una película animada riéndose y durmió apoyando su cabeza sobre el regazo de su hermanito durante el resto del viaje. Este, atado en su silla de bebé, reía mientras jugaba con sus cabellos. Pensamos que con todas las vacunas que le dimos rigurosamente desde que nació, alguna debería de protegerla de cualquier virus que estuviese presente en la mordida de su tobillo. Además, según las primeras noticias, los síntomas en Sudáfrica se manifestaban muy rápido y este no parecía ser el caso. La esperanza es a veces otro nombre para la imbecilidad.
  A pesar de que era normalmente mi trabajo, cuando llegamos a nuestra casa mi esposa insistió en cargar dormida a mi niña, acostarla y arroparla en su cama. Besé a mi mujer en sus todavía temblorosos labios y a la niña en la frente. La noté un poco fría, supuse que era debido el aire acondicionado del auto. Le dije a su madre que todo iba a estar bien, que la abrigara, y luego me dispuse a cargar al bebé. Este se rio, como siempre que me veía, y lo llevé a nuestro cuarto a intentar dormirlo.
   Recuerdo con claridad esos últimos segundos de normalidad en mi vida, acompañados de la diminuta carcajada de un bebé recostado boca arriba en mi cama, mirándome a los ojos con la sonrisa en las suyos. Pero el ataque de cosquillas a mi hijo se interrumpió por un grito de mi mujer. Dejé al bebé sobre mi cama y corrí hacia la habitación de la pequeña. El mundo se tornó negro en torno a ellas, contrastando sus figuras como la calidad de un cuadro de Goya. No lograba interpretar lo que sucedía, mi mente no estaba preparada, pero el instinto me retorcía las entrañas y le gritaba a mi razón que reaccionase. Recuerdo a mi hija con la hermética mirada que había visto en los protagonistas de aquellos horribles videos. Su boca parecía fundida en el hombro de mi esposa y de sus comisuras brotaban dos cascadas de sangre. Mi mujer gritaba desesperada algo que incapaz de comprender, como si en ese preciso instante hubiese desaprendido mi lengua natal.
 De alguna manera pude romper el hechizo y lograr reaccionar, tomar a mi hija por los codos, empujarla contra su cama, cerrar la puerta tras de mí e ir tras mi mujer; quien bajaba las escaleras llorando. En la cocina pude observar su herida. En vano intenté disimular el horror en mi rostro: le faltaba un bocado de piel y un trozo de carne. Le sostuve un rollo de cocina sobre su hombro para cortar la hemorragia y corrí en dirección del baño del pasillo contiguo a buscar desinfectante. Y esta vez mis actos no fueron interrumpidos por un grito. Fue un llanto desgarrador y diminuto que provenía de mi cuarto. Rogaba que cualquiera de las imágenes con las que mi imaginación acribillaba a mi corazón fuese desacertada, mientras mi mujer me devolvía mi comprensión del idioma con sólo dos palabras: están solos.
 Subí las escaleras y encontré las puertas de las habitaciones abiertas: todo mi cuerpo se esforzaba en dirigirse hacia algo para lo que mi mente no estaba ni remotamente preparada para enfrenar. Es curioso perder para siempre la noción del tiempo; y, sin embargo, conocer exactamente el lugar y el momento donde fue. Desde entonces vivo una lucha constante por organizar mis recuerdos y planificar mis acciones. Me cuesta repasarlos y saber si transcurrieron en instantes, segundos u horas. Cuando logro dormir lo hago veinte minutos o cuarenta y ocho horas. Espero poder narrar lo sucedido de la forma más ordenada posible.
 Los detalles se tatuaron en mi memoria. Entré a mi cuarto prácticamente levitando. Esta vez mis sentidos parecieron agudizarse. Las cortinas bailaban con la brisa del verano. El sol iluminaba con anaranjados, que había ganado con las horas que lo distanciaron del mediodía. La frazada amarilla estaba teñida de rojo. Un olor metálico inundaba el ambiente. Mi hijo estaba boca arriba con lágrimas que se abrían camino en sus sienes desde sus ojos fuertemente cerrados y con gritos que parecían provenir de los pulmones desgarrados de un demonio. Mi hija estaba en posición fetal sobre él: había masticado el pie derecho de su hermanito hasta la altura del talón.
 Me abalancé sobre ella y mi puño golpeó el lado derecho de su carita como nunca lo había hecho y jamás me creí capaz de hacerlo. Estoy seguro que un golpe así en otras circunstancias la hubiese matado. En mis pesadillas, más de una vez me he encontrado a mi hija con el rostro hinchado preguntándome “¿por qué?”. Con un esfuerzo titánico logré abrir su boca, de la que cayeron los deditos de su hermano, convertidos en una pasta de sangre roja y carne rosada. Le grité sin palabras como una bestia hasta partir mi garganta. La empujé de una patada, levanté mi bebé en brazos y eché a correr sin saber a dónde.
 Me detuve en el baño, desinfecté el muñón de mi hijo en la bañera y detuve la hemorragia con las pocas vendas que quedaban. La desesperación me llevó a aplicarle un analgésico muscular en su herida. Mi corazón sangraba por su llanto. Mi cerebro sangraba, atravesado por las astillas de mi mente rota. Pensaba en la manera de enfrentarme a mi esposa y explicarle lo sucedido. Pero no fue necesario. Una figura casi tan alta como yo arrastraba sus pies acercándose desde el pasillo. Sus ojos expresaban la misma mirada que se hija. Cerré la puerta de un golpe y con el bebé en brazos la sostuve con el peso de mi cuerpo mientras escuchaba los arañazos, golpes y gritos de mi esposa. Se sumaron sonidos iguales, pero de menor volumen, gritos más agudos, y los pude reconocer de mi hija. A pesar su esfuerzo conjunto, no pudieron entrar. Su nueva naturaleza salvaje les había quitado la capacidad de usar un picaporte. En parte me sentí aliviado, pero ponía en evidencia algo que deduje enseguida: nuca cerré bien las puertas cuando encerré a mi hija. El bebé no dejaba de llorar en mis brazos. Y la culpa de su dolor y de su sangre era mía. Se mantuvo así un largo tiempo, hasta que el agotamiento lo obligó a abandonarse a un sueño profundo. Tomé el relevo, me senté en el suelo y comencé a llorar la muerte de mi cordura. Creo haber luego, pasado varias horas en estado catatónico.
  Un conjunto de sonidos constantes a mis espaldas me arrancó de mi trance. Desde la esmerilada ventana del baño que tenía enfrente ya sólo se entreveía la amarillenta luz artificial de los postes de luz. Apenas podía mover el cuello sin imaginarme que se partiría en dos en cualquier momento. Los sonidos persistían. Se componían de chasquidos y algo que parecía pequeñas ramas quebrándose. No parecía haber nadie ya junto a la puerta. Dejé a mi hijo durmiendo entre las toallas en que lo había envuelto, dentro de la bañera. Apagué la luz del baño y abrí milimétricamente la puerta. Espié a través de ella hacia el lugar de donde provenían el ruido. Pude distinguir dos siluetas agachadas, arrancando pedazos de carne con pelo. Mi saliva se tornó salobre. Tuve que ahogar el sonido de mis arcadas con las dos manos e invertir el recorrido que hizo la bilis al trepar el interior de mi garganta. Madre e hija se encontraban comiendo al gatito que habíamos adoptado en navidad. Me volví hacia el baño y cerré la puerta. La sangre había bajado hacia mis pies y vuelto a subir. Tenía todo el frío de la Antártida en mis entrañas y mi presión sanguínea había bajado hasta el averno. Como en un sueño, pude oír un sonido similar al de un dinosaurio de alguna vieja película clase B. Ese día todavía guardaba un tormento. Mi hijo desde la bañera estiraba sus bracitos todavía regordetes, pero ya fríos y azulados hacia mí. Su mirada era igual a la de su madre y la de su hermana.
  De acuerdo a las noticias que pude ver luego en mi teléfono y en la televisión, situaciones como las que yo viví llevaron a muchos a ponerle fin a la vida de sus familiares y amigos. Siguiendo las recomendaciones de los comunicados de emergencia, destruyeron sus cerebros a razón de golpes o atravesando elementos punzantes en ojos, narices u oídos. No me siento capaz de juzgar a quienes decidieron tomar ese camino. Tal vez, una sola elección en alguna encrucijada me hubiese llevado al mismo destino. Pido que igual manera, no juzguen mis decisiones. 
  Jamás cruzó mi cabeza matar a las personas más importantes de mi vida. Ni siquiera en ese arrebato de violencia que tuve con mi hija. El maltrato físico al que la sometí en ese momento (como ya dije) sigue angustiándome hasta hoy. Todavía no puedo saber si mi accionar se debió solo al instinto de protección hacia mi hijo o si mi motor fue la venganza por haberle hecho daño de una manera tan atroz. Lo que se es que no estaba en mis cabales en ese momento.
 Con la firme decisión de proteger a mi familia a como dé lugar, decidí calmarme y pensar. No sabía si serviría de algo, pero al estando a punto de desmayarme mi cuerpo pedía ingerir algo. Bebí el contenido del enjuague bucal que se encontraba casi lleno y, ya sea por alguna reacción en mi organismo o por puro efecto placebo, dio resultado. Me mojé la cara para despabilarme, mientras pensaba en que no me quedaría mucho tiempo para actuar. El cuerpo del gato no duraría tanto como los gritos inhumanos de mi hijo y que estaba seguro que en cualquier momento despertarían la curiosidad mi mujer y mi hija cuando terminaran de consumirlo.
 Mi primer plan consistía en encerrarlas en cuartos separados, pero eso implicaría el doble de trabajo y me sería imposible inmovilizar a una evitando que la otra me atacara. Además, no parecieron atacarse entre ellas ni siquiera compitiendo por un trozo de comida. Todavía no sabía que los infectados no se atacaban entre sí, pero pude estar casi seguro de ello en muy poco tiempo.  Además, mi hija (ya fuese por un manotazo casual o por un descuido mío) logró escapar de su cuarto y del mío. Lo más seguro era llevarlas a la cochera. Esta tiene una cortina de acero que da a la calle y por, cuestiones de seguridad, una cerradura y un candado en la puerta que da a la cocina.
 Me armé de coraje con firme decisión de encerrarlas en el menor tiempo posible sin ser mordido. Llevé solamente la barra metálica que sostenía la cortina de la bañera en mi mano derecha y la alfombra del baño envuelta en mi brazo izquierdo. Respiré hondo antes de abrir la puerta rápidamente. Las ataqué por sorpresa, pero mi hija reaccionó inmediatamente y se volteó hacia mí con pellejos en las comisuras de su boca. No parecían demostrar furia en su reacción, la cual fue atacar a dentelladas por instinto a cualquier criatura viva a su alcance. Y esta era yo. Le permití adrede morder la alfombra que protegía la parte interna de mi brazo. Le pasé el brazo alrededor del cuello y apreté contra mi pecho sin que ella dejara de morder nunca la alfombra. Esto me dio tiempo dio tiempo a realizar la misma maniobra con su madre, con la única diferencia de que lo hice poniendo la barra metálica en su boca, casi al instante en que parecía percatarse de mi presencia. Hice uso de cada uno de los músculos de mi cuerpo para poder arrastrarlas hacia la cochera. Las sillas, cuadros y adornos caían al suelo tras el paso a la criatura de doce extremidades que conformábamos.  Llegando a nuestro destino, me percaté de un posible error en mi estrategia. No sabía si la puerta estaba abierta y no tenía ni un dedo libre para abrirla. Respiré aliviado al ver que un leve empujón con mi cadera logró abrirla. Lo ideal hubiese sido arrojar a la niña primero dentro, a mayor distancia de la que podría arrojar a mi mujer. Pero no contaba con que esta se convertiría en la rabiosa amazona de furia sobrehumana que con más voluntad que fuerza pretendía controlar. Las arrojé juntas y contuve el aliento durante los segundos que me tomó verlas rodar por los tres escalones que se anteponían ente mí. Respiré aliviado cuando se pusieron de pie sin lastimaduras visibles con intención inmediata de volver a atacarme. Los arañazos y gemidos se escucharon (incluso con más violencia que en el baño) al instante en el que la puerta se cerró frente a ellas. Volví a sentir el cálido dolor de las lacerantes lágrimas surcando mis mejillas.

***

  Levanté el sillón del suelo y pasé el resto de la noche sentado en él mirando en la pared un cuadro torcido. Era un retrato familiar que yo había tomado: mi mujer sentada en la cama del hospital con mi hijo recién nacido en brazos y mi hija sonriendo con su boca cerrada y apoyando la cabeza en el hombro de su madre. Oía de fondo los aterradores sonidos que pronunciaban y serían desde entonces su idioma. Esperé en vano que el sueño los encontrara. 
 El día siguiente transcurrió con la lentitud de un siglo en el Plutón. Mi mirada se enfocaba a mil metros de distancia en un horizonte invisible. Mi teléfono sonó varias veces con llamadas y mensajes de conocidos a los que no atendí. Arrullé en vano y sin ánimo por toda la casa a un niño de piel fría que no lloraba sino gruñía, daba diminutos manotazos torpes al aire y aplastaba sus encías en la manga de mi camisa. Estaba pasando por una neurosis de guerra, pero sin la más remota esperanza de que llegara un oficial a ofrecerme un relevo y dos días de descanso bajo el cuidado de un ángel de la cruz roja. Perdía la cabeza y debía hacer algo al respecto.
 Dejé al niño atado en su cochecito en la cocina. Arrastré pesadamente mis pies y me paré delante de un espejo que contenía la imagen de un hombre al que no reconocía. Esquivé su mirada y dejando correr el agua abrí el botiquín. Tomé lo que quedaba en el frasco de diazepam y lo arrojé a la basura complemente vacío. Arrastré lo poco que quedaba de mi ser a la cama y dormí sobre la sangre seca de mi hijo.
 Desperté después de lo que calculo fueron horas con las patadas de un taekwondista detrás de mis globos oculares, pero ya plenamente consciente. Miré de lejos el interior de la cocina y observé a mi hijo de espalda que continuaba moviendo sus brazos y quejándose. Levanté el resto de muebles que había volteado durante el forcejeo con mi hija y mi mujer.  El resto del día lo pasé sentado en el sillón viendo informativos. El evento de la playa era noticia nacional. Entre los catorce infectados que se enumeraban, no se encontraba incluido el nombre de mi hija. Y seguramente hubiesen obviado a alguien más. También se contaban por decenas los casos en otras ciudades del país. Ese mismo día, a las veintiuna horas, el presidente decretaba la cuarentena. Una semana después, al verse los supermercados vaciados por compradores y saqueadores, los casos multiplicarse de manera exponencial, los suicidios de familias enteras organizados por diferentes religiones y los asesinatos desatados por sospechas de infección; decretó la ley marcial.
  El gobierno, como todavía se autoproclamaba con ingenuidad, reclutó a cualquiera que tuviese posesión de un arma (fuese de posesión lícita o no) para engrosar las filas de su empobrecido ejército. Funcionó con relativo éxito durante un tiempo. Pasaron numerosas veces por mi calle. Pude ver desde mi ventana cómo acribillaban a un hombre queriendo entrar a una casa, forzando el picaporte con una piedra y sosteniendo una cuchilla de cocina en la otra mano. El principal problema fue que quienes estaban ya preparados para una catástrofe de estas dimensiones nos llevaban años de locura de ventaja a quienes, como yo, comenzábamos a incursionar en la misma de manera autodidacta. No toleraron durante mucho tiempo una autoridad por sobre sus cabezas y junto a las rebeliones surgieron grupos paramilitares por doquier. Lo último que supe de varios de los más peligrosos para la opinión pública fue que habían sido desmantelados por la misma peste. A esta altura ya hacía tiempo que no pasaba nadie por mi cuadra.
 Como dije, los primeros días los pasé mirando noticias esperanzado de que por lo menos se mencionara la posibilidad de alguna cura. Pero lo único que se repetía hasta el cansancio eran los cuidados a tener (básicamente, evitar ser mordido ya que la saliva transmitía el vector que ingresaba en sangre) y los canales de comunicación para realizar denuncias. Cuando vi el video que circuló por mensajes y redes de una sollozante mujer gorda de unos setenta años recibiendo el culatazo de una escopeta en la cara mientras disparaban las suficientes balas a su marido infectado como para desarmar su cráneo; zanjé mis dudas al respecto de qué plan de acción habían decidido tomar nuestros representantes. Nadie más que yo iba a preocuparse por el bienestar de mi familia.
 Otra preocupación que me acompañó desde los primeros días fue la alimentación de todos. Por sobre todos la de mi hijo, quien no había probado bocado en más de un día. Intenté forzarlo a alimentarse, pero no había forma de que no escupiese la leche ni intentase masticar violentamente la tetina de la mamadera. Intenté papillas con idénticos resultados. Siguiendo una línea temprana de pensamiento y acordándome de lo último que había visto comer a su madre y hermana, licué una hamburguesa cruda y se la ofrecí con cuchara. Tenía depositado en eso grandes esperanzas, pero de todas formas no le interesó. La desesperación me llevó a buscar entre los pocos restos del gatito que quedaron en la bolsa de basura. También los escupía y daba centelladas mirándome a los ojos. Comenzaba a ver agotadas las posibilidades y la desesperación inundaba de a poco mi mente; cuando, lamentablemente, la solución golpeó a mi puerta.
 Me había olvidado completamente de la señora. Tenía ochenta y seis años y el corazón más dulce que conocí en mi vida. Había conocido a esa mujer en su esplendor, cuando recién me había mudado al barrio y todavía ni conocía a mi esposa. En esa época, era una especie de matriarca a la que se le debían muchísimas mejoras para la comunidad y a quien todos acudían para preguntarle cómo hacer una denuncia o un reclamo. Ver su deterioro a lo largo de los últimos años significó para mí algo similar a ser testigo de la caída de un imperio. Era parte de la familia para cada uno de los vecinos. Su marido (un hombre de idénticas cualidades) llevaba ya muerto alrededor de nueve años; dejándola con poco más que una vivienda y el recuerdo de un matrimonio que había superado las bodas de oro sin hijos. Llevó muy mal su pérdida y estoy seguro quede no haber quedado viuda, hubiese sellado su tumba con una salud mental de hierro.
  Se movía con relativa soltura con su andador ortopédico, pero su mente ya no alcanzaba siquiera esa velocidad y se alejaba progresivamente en mayores desvaríos. Entre varios de los vecinos para quienes tenía un espacio eterno en nuestros corazones, pagábamos los servicios, la cuidadora y nos encargábamos de mantener su casa en condiciones. Su psique parecía mejorar notablemente realizando tareas y favores que la sacasen de su monotonía, como había hecho durante toda su vida. Fue por lo que los días que estuvimos de vacaciones la dejé a cargo de venir a dar de comer a nuestra mascota y regar el jardín, confiando en que si se le olvidara se lo recordaría su cuidadora. Recuerdo la preocupación de mi esposa por el bienestar del gatito. La ironía es un parásito virulento que ha marcado mi vida.
 La vi por la mirilla de la puerta y pude percibir cómo la preocupación se abría dominaba los músculos de su rostro arrugado. Dudé un instante, pero luego de una rápida revisión del aspecto de mi casa, llevar a mi hijo a mi cuarto, estirar mi camisa y peinarme con los dedos el ya grasoso cabello, abrí la puerta con una simulada sonrisa. Ella me devolvió un par de despobladas cejas muy arqueadas y expresó su preocupación por mi aspecto. Luego me exigió que le explicara por qué no habíamos ido a visitarla desde que llegamos y dijo que de nuestra llegada se percató por el auto estacionado en la puerta. Hablaba con la lucidez de antaño y no tardé en darme cuenta que eran el miedo y el enojo quienes la mantenían en ese estado. La sostuve por los hombros sonriéndole con dulzura (ahora sinceramente) y la besé en la mejilla.
  Me confesó angustiada que la enfermera que la visitaba y la ayudaba no aparecía por su casa hacía más de una semana ni contestaba las llamadas desde su marcador de emergencia. La invité a pasar a sabiendas de que no se había enterado de nada relativo a la peste y que nadie más que yo iba a preocuparse por ella.
 Se sentó en el sillón y me dirigí a la cocina ofreciéndole de espaldas prepararle un té. Aceptó mi oferta precedida del habitual “no quiero causarte molestias, querido” y mi posterior insistencia. Preguntó por el gato y mentí, diciéndole que no lo veía desde la mañana y debería de estar en el jardín persiguiendo gorriones. Preguntó por los niños y sinceramente no estoy seguro de lo que dije (si es que llegué a contestarle) ya que los cabellos de mi nuca se erizaron al escuchar a lo lejos los chillidos de mi hijo. Había estado en silencio hasta ese momento. No podía fiarme lo suficiente de que la relativa sordera de la señora le ocultasen los bestiales sonidos que provenían de arriba. Ni que estos no generaran preguntas que no iba a poder contestar. Me excusé diciéndole que dejaría el agua calentándose y volvería en un instante desde arriba.
 Subí desesperado y en el cuarto encontré a mi hijo con una expresión atávica de deseo congelada en sus ojos. Estiraba los brazos hacia la ventana mientras gritaba. Allí se encontraba una golondrina posada en la rama más cercana de un árbol. Nos observaba en silencio despreocupada, como si comprendiera en mi hijo y en mí el ocaso de la humanidad. Cerré las cortinas, pero la excitación de mi hijo no se apaciguaba. Lo envolví en su manta y me dirigí hacia abajo con la idea de encerrarlo nuevamente en el baño, que era el último lugar que recordaba que se mantuvo en paz durante horas.
  Descendí envuelto en silencio como un ave rapaz nocturna, mientras mi hijo mordía la manta que lo envolvía. Esto aplacó suficientemente sus gruñidos como para permitir dejar volar mis pensamientos hacia planificaciones más que necesarias. No podía dejar a la señora a su suerte: era, al fin y al cabo, parte de mi familia. No iba a haber forma de ocultarle los tres secretos que ya tenía bajo mi cuidado. Ni de qué manera habría de contarle todo lo ocurrido respecto a la peste y mi familia. Tampoco si debería…o si lo comprendería. Esquivé la sala sin mirar y de dos saltos me dispuse a dirigirme al baño con la velocidad y actitud de un soldado atravesando una trinchera durante la Gran Guerra. Cuando me encontré a un paso de abrir la puerta, una rápida mirada de soslayo a la sala descubrió una ausencia que me inquietó. Ni la señora ni su andador se encontraban cerca del sillón.
  El chillido de una puerta abriéndose me arrancó de mi estupor y corrí hacia la cocina. El mundo frenó bajo mis talones. Frente mí, una figura pequeña de camisón rosa y cabellos de plata se encontraba girando la llave de la puerta de la cochera. No creo haber podido gritar, pero tal vez haber pensado con la suficiente intensidad no “¡no abra!” logró transmitirse hacia algún receptor telepático de su cerebro. Se dio vuelta en un instante. Detuvo su mirada en el bebé que cargaba en mis brazos y luego en la mía. Sonrió con la ternura de todas sus décadas. Desconocía que la oscuridad detrás de ella ocultaba cuatro manos que, como las tenazas de un escorpión, la arrastrarían hacia sus fauces.
 No gritó. A pesar de haber caído por tres escalones, no gritó. A pesar de haberse quebrado muchos de sus débiles huesos que sonaron como ramas partiéndose para formar leña, no gritó. Esto y un leve quejido de sorpresa fue lo único que me devolvieron de ella las sombras. Y rápidamente fue ahogado por los bestiales sonidos de criaturas alimentándose.
 Me acerqué lentamente y prendí la luz. La señora se encontraba tendida en el suelo. Sus ojos parpadeaban de manera continua y presentaba espasmos. Parecía sufrir algún tipo de ataque neurológico. Mi mujer y mi hija, hombro a hombro, habían atacado instintivamente su vientre a dentelladas y arañazos extrayendo su contenido en cuestión de segundos. La delgada piel de la anciana mujer no había opuesto mayor resistencia a la embestida de los incisivos, caninos y uñas; que la de un papel mojado ante una guadaña. Sangre, contenido estomacal y alrededor de un metro de intestino, se escurrieron por su lado derecho. Mi memoria recordó en ese instante una escena era idéntica de un documental en el que un grupo de hienas descuartizaba un impala todavía vivo.
 No puedo recordar a ciencia cierta, qué fue lo que le dije a la señora cuando preguntó por mis hijos. Pero mi subconsciente me tortura constantemente con un recuerdo difuso, posiblemente autoimplantado, casi una ensoñación: en él le miento que están jugando con su madre en la cochera. En él lo hago adrede, aprovechándome de un amor tan puro como el que tenía por mi hija, quien la llamaba “tía”. Y en él soluciono de la manera más inhumana el problema de mantener a la señora a salvo y el de alimentar a mi familia.
 Y es que, si bien el dolor por su pérdida no me abandonó, en pocos minutos se vio acompañado de una dicha muy profunda. En el momento en el que mi hijo vio a su madre y a su hermana comiendo, comenzó a inquietarse en mis brazos como nunca lo había hecho. Los estiraba hacia ellas abriendo y cerrando sus manitos. Lo miré hacerlo y confieso que sonreí entre lágrimas contenidas. No pude evitar que una pequeña llama de ilusión se encendiera en mi pecho. Existía la posibilidad de que mi familia todavía deseara estar junta y, por lo tanto, que dentro de cada una de esas criaturas existiesen todavía mi mujer, mi niña y mi niño. De todas maneras, una gran parte de mi conciencia exclamaba dentro de mí algo que me costaba contraargumentar: sus reacciones podían ser casuales y movidas únicamente por el ansia depredadora. Sin embargo, necesitaba aferrarme a una esperanza para poder mantener a flote mi cordura. Permití que mi corazón se abrazara a la idea de que su humanidad aún se escondía bajo el velo del salvajismo. Que, en ese instante, buscaba un hueco para asomarse en el innato deseo de un niño de estar junto a su madre. Y si en él todavía pudiese descubrir la esencia de una persona a la que amaba, también lo haría en los otros dos tercios de mi corazón.
 Como cuando se encontraban devorando al gato, mi mujer y mi hija no se percataban de mi presencia. La anciana convulsionaba ya con progresiva violencia. Mi hijo ya se encontraba mordiendo el aire y pataleando, implorando en tácito idioma de las presas que lo liberara. Pude al fin deducir por qué había rechazado todo lo que intenté darle de comer. Recordé a un sapo que había capturado de niño. Éste rechazaba comer cuando le ofrecía lombrices muertas, estirando su pegajosa lengua solo a los insectos que se movían frente a su boca. Haciendo un acto que luego mi conciencia justificaría a través de sinuosos caminos, acerqué a mi hijo a la masa de tejidos todavía palpitantes. Mi hijo por fin comía. Respiré aliviado y por un instante fui verdaderamente feliz. Engulló grandes coágulos de sangre y restos de tejido blando perteneciente a órganos digestivos, que era lo que sus suaves encías podían asimilar. Miré a mi mujer y a mi hija. Habían recuperado el color rojizo en sus rostros grisáceos, aunque mas no se debiera a los percances de su frenética comida. Eran bellos, como siempre. Estaban juntos. Y debía seguir siendo así.
 Medité un momento mientras los observaba apoyado en mis rodillas. Una conclusión rápida me arrojo corriendo a mi jardín y de allí al pequeño taller de herramientas en el fondo. El tiempo apremiaba mientras se encontraban distraídos comiendo. Abrí la puerta de madera hinchada y ruidosa. Me encontraba buscando cualquier elemento con el que pudiese atar a mi mujer y a mi hija: si iba a cuidarlas, primero debía resguardar mi seguridad. No podía permitir que me pasaría lo mismo que a la señora. Pensaba en sus rostros mientras desenrollaba los eslabones de las cadenas que habían servido para colgar un bote al techo y el cual había vendido hacía varios años. Busqué dos candados oxidados en una caja y me aseguré de que sus llaves funcionasen. Tomé también un destornillador largo. Cuando entré a la casa, una nueva idea se cruzó por mi mente. Corrí a buscar entre las valijas que nunca llegamos a desarmar, la mochila para bebés. Tomé varias toallas del baño y volví a entrar a la cochera. La pobre mujer que yacía en el suelo se movía ya muy poco debido a la electricidad residual en sus músculos. Debía apresurarme.
 Busqué a mi alrededor algún lugar firme donde atar las cadenas. Me decidí por las ménsulas de los grandes estantes llenos de latas de pintura y herramientas de jardinería de la pared a mi derecha, agarradas firmemente a la misma por fuertes tornillos. Formaban un triángulo de hierro macizo por cuyo diámetro interior podían pasar tranquilamente los eslabones. Po ese espacio pasé el extremo de una cadena. Con un candado en una mano y una toalla enrollada en la otra (como ya había aprendido hacerlo con la alfombra de baño y comprobado su eficacia) me dispuse a enganchar el otro extremo en la cintura de mi esposa con la delicadeza suficiente como para evitar que se percatara de mi presencia. Una vez hecho esto, me alejé. Volví a tomar el extremo que colgaba de la ménsula y, como utilizando la polea de un pozo de agua, tiré de ella con firmemente. Antes de que mi esposa tuviese tiempo de atacarme, plegué la cadena y le realicé un grueso nudo. Con esto evité que, por más que tironeara, se zafara del agujero.
 Corrí a tomar el otro candado. Inmediatamente, me acerqué caminé de espaldas y con pies de plomo hacia la cadena, sin despegar los ojos de mi hija, esperando su inminente embestida provocada por el alboroto. Esta no se hizo esperar, pero logré interponer el brazo envuelto en la toalla entre sus dientes y mi rostro. Tomé la cadena y pude atarla a su cintura con el candado valiéndome de una sola mano. También pude realizar un nudo en el extremo que quedaba en la ménsula.
 Volví con mi mujer con una toalla sostenida con las dos manos. Me paré a treinta centímetros de sus brazos extendidos, ya que la tensa y chirriante cadena evitaba que me descuartizara. Coloqué la parte media de la toalla enroscada en sus abiertas y la anudé en su nuca. Acaricié sus cabellos y besé la fría mano que en forma de garra pretendía atraparme.
 Volví por mi hijo y lo levanté no sin resistencia por su parte, lo acomodé dentro de la mochila para bebés y coloqué ésta a su madre por el frente. Tenía ahora frente a mí cuatro brazos apuntándome y queriéndome atacar, si no contaba a la niña que se encontraba en idéntica actitud a mi derecha. Quité la toalla de la boca de mi mujer, quien emitió sonidos espantosos y les limpié la cara a todos con ella. También la usé para limpiar como pude los restos desperdigados de la señora, desparramados alrededor del cráter que se encontraba donde antes tuvo su estómago.   Me la llevé en brazos, apagando la luz de la cochera con una mano y cerrando la puerta con un de un puntapié a la pasada. La llevé al jardín del fondo. Con el destornillador en mano, dudé un instante hasta decidirme por atravesarlo en su ojo hasta el mango. No podía permitir que se levantara en las condiciones que la había mi familia.  La enterré con ayuda de la pala, dije unas palabras, dejé soltar una lágrima y rodeé de malvones su lecho.
  La culpa intentó inmiscuirse en ese momento. No perdí el tiempo y la asfixié en mi pecho. Es sencillo juzgar, e incluso autojuzgarse, cuando la razón no corre a la velocidad del instinto y la acción visceral carece de mecanismos para discernir la mejor acción a realizar. Tenía que aferrarme a una visión positiva del asunto. Sacarle provecho a una situación terrible. Y mi familia estaba a salvo, había comido y estaban juntos. Eso era lo único importante en mundo para mí en ese momento. Esa noche yo también comí: unas latas de atún y duraznos en conserva, que cayeron como plomo en la bota de cuero seca en la que mi estómago se había convertido a causa del ayuno.

***

 Pasaron algunos días en los que sentía haber recuperado cierta energía y en los que mi ánimo mejoró notablemente. Me dediqué a limpiar tanto la casa. Ordené mis víveres, hice las camas, sacudí el polvo de cada rincón. Para finalizar, fregué muchas veces la sangre del suelo de la cochera con diferentes productos de limpieza hasta lograr dejarlo impoluto. Fue durante esta última tarea cuando, encontrándome agachado con trapo en mano miraba con ternura a mi esposa junto a mi hijo. El exceso de confianza casi provoca que mi niña lograra morderme por la espalda. Por suerte pude darme cuenta a tiempo.
 Fue entonces que decidí atar la cadena de mi hija a la cintura de su madre, para así poder concentrarme en esquivar un solo objetivo mientras realizara cualquier tarea en la cochera. Dejé a su alcance un balde con agua, pero nunca se mostraron interesados en beberla. También realicé cortes en las ingles de sus pantalones y ropa interior esperando ver algún tipo de deposición en el suelo, pero no sé a qué tipo de naturaleza responde esta enfermedad ya que su sistema digestivo parece destruir en su interior todo lo que los hace consumir. No pude encontrar información al respecto en las pocas noticias que todavía recibía a través de mi teléfono (ya sin internet, recibiendo sólo diariamente mensajes de texto con recomendaciones y direcciones de “Centros de Infectados” por parte de nuestro amado gobierno) y de canal estatal que siendo el único todavía al aire, trasmitía en bucle un video grabado con propaganda moralista.
  Durante esos días, el problema a resolver de manera urgente era conseguir darles de comer. Estudié numerosas alternativas. Pensé en cazar animales para llevárselos, pero por lo que pude ver durante mis pocas incursiones al exterior, deduje que no quedaban mascotas en varias cuadras a la redonda. No recordaba la última vez que escuché a un perro del barrio ladrar ni cuándo había visto el último gato caminando por los tejados. La última ave que encontré fue la golondrina de la ventana. La naturaleza parece habernos abandonado en este infierno suburbano. Incluso, desde el hombre que había querido entrar a la casa de mis vecinos, tampoco se veían personas en la calle. El último automóvil que quedaba estacionado en mi cuadra era el mío. Las patrullas pasaban con una periodicidad cada vez menor y en menor cantidad, hasta desaparecer del todo. Pocos fueron incluso los infectados que pude ver caminando sin rumbo aparente desde mi ventana.
 A pesar de todo, recorrer una mayor distancia implicaba exponerme a peligros a los que no podría estar preparado. Peligraría mi vida junto al único sustento de mi familia. Me negué entonces a hacerlo y busqué un punto de partida para una nueva estrategia. Hasta que surgió durante una noche. Solo una idea, pequeña como un susurro, que parecía ir cobrando de a poco la forma y el volumen de una solución dentro de mi cabeza. El tiempo llenaba cada rincón de mi mente como lo hace con la campana inferior de un reloj de arena. Demoré algunos días más en aceptar que era la única opción.
 Cuando me decidí a ejecutarla, la red eléctrica ya no funcionaba. No tenía luz artificial ni obtenía información del exterior desde hacía varios días. De todas formas y como ya dije, era inútil a estas alturas. El agua, por suerte, seguía surgiendo de las canillas y el gas de las hornallas. Esa mañana desayuné muy bien. Estaba más que abastecido de atún, maíz, arvejas y jardinera debido a la obsesión de mi mujer de hacer la menor cantidad de compras posibles y realizar (a lo sumo) dos compras anuales de conservas. Tenía además en mi poder la llave de la casa de la señora, con lo cual había podido recoger frutas y verduras de su pequeña huerta, junto con las latas y botellas de su cocina. Por lo que comí una lata de atún con galletas saladas, tomates y aceite de oliva. Luego me dirigí al taller del fondo. Tomé una sierra y una cuerda de nylon. Até fuertemente esta última por encima de mi codo izquierdo y caminé hacia el baño. Coloqué el tapón en la bañera y la llené de agua supuestamente fría. Es decir, tan fría como puede estar el agua corriente en verano. Hubiese deseado disponer de hielo, pero a falta de cualquier analgésico era lo mejor que podía obtener. Me arrodillé y sumergí mi brazo. Este se fue tornando violeta, más por la falta de circulación que por el agua. Cuando sentí lo suficientemente entumecido, me saqué el cinturón y lo até por debajo de mi codo. Me dirigí apresurado a la cochera.
  Abrí la puerta y pude distinguir las expectantes siluetas de mi mujer y mi hija. La poca claridad que entraba de la cocina y por la ínfima ventana ubicada a dos metros del suelo, era la única iluminación de la que disponía. Me acerqué hacia ellas que, junto a mi hijo colgando de su madre, sacudían sus brazos hacia mi como copas de árboles sacudidas por el viento de lluvia. Sus cadenas tintineaban. Realicé un corte con la sierra en el dorso de mi mano y la acerqué a la boca de mi hijo. Apenas podía sentir como mamaba la sangre que brotaba agarrando con sus dos manitos la mía. Casi al instante, se sumó una mordida grande cerca de mi codo y una más pequeña en el dorso de mi brazo. Las lágrimas brotaban de mis ojos, pero se perdían en una sonrisa. El dolor que provocaban los dientes y uñas escarbando en mi carne, arrancando mis tendones y venas, dejando expuestos al aire mis terminaciones nerviosas, era anestesiado por la enorme felicidad de poder darle sustento a mi familia.
  Me aseguré que estuviesen perdidos en su trance alimenticio sin reaccionar a mis movimientos y aserré la carne que circundaba mi brazo entre el cinturón y la soga. Con cada ida y venida de la sierra, apretaba los dientes hasta el punto de casi quebrarlos. Me limité a cortar sólo el tejido, deteniéndome en los huesos. Debía evitar que la infección corriese por mi torrente sanguíneo, pero no me podía arriesgar a separarme de mi brazo inmediatamente, ya que temía que dejaran de alimentarse. Brotó más sangre de la que esperaba, pero el torniquete funcionó bien y el sangrado se detuvo rápidamente. La adrenalina corría en mi cuerpo en cantidad suficiente como para evitar desmayarme. Mis nervios expuestos daban señales de lo más diversas, confundiendo la falta de comunicación con el resto de mi brazo. Al cabo de media hora, solo quedaban manchas rojas sobre mi cúbito y radio, y los huesos de mis falanges parecían haber sido ingeridos. Sólo entonces aserré limpiamente el hueso y los restos de mi brazo cayeron al suelo. Fue en ese preciso instante en el que dejaron de prestarle atención y volvieron a dirigir sus ojos a mi rostro. La hendija de luz de la pared iluminaba sus hermosos rostros. Su apariencia era más lozana que la que tenían cuando entré la cochera. Quise besarlos a todos, pero me limité a dedicarles algunas palabras de afecto.
  Sosteniendo firmemente el cinturón que rodeaba mi muñón, me dirigí a la cocina. Prendí la hornalla y dejé una sartén de hierro calentándose con el fuego al máximo. Entretanto, tomé una botella de licor de anís que había obtenido de la casa de la señora, desinfecté mi herida con ella y bebí la mitad de su contenido de a sorbos. Pasados unos veinte minutos escupí en la sartén y la gota de saliva saltó en sobre el metal hasta evaporarse completamente en poco más de un segundo. Contuve la respiración y apoyé mi herida sobre el metal a punto de tornarse rojo. No pude evitar soltar un grito que surgió de mis entrañas, el cual fue respondido por los gruñidos de mi familia. La piel de mi herida se contraía con el calor despidiendo humo y trasladando el dolor a todo el hemisferio izquierdo de mi cuerpo. Aguanté una eternidad hasta caer retorciéndome de agonía en el suelo. Encorvado me dirigí al baño con la botella en mano. Hundí mi chamuscado muñón en el agua y bebí el resto de la botella hasta quedarme dormido.
   Cada alrededor de diez días, el hambre parecía tornarse insoportable para ellos. Pasaban de sus gruñidos habituales (excitándose, si, cuando oían un ruido lejano o me veían acercarme) a ser verdaderos cantos desgarradores de dolor. Fue ese el lapso que decidí espaciar entre sus comidas. La segunda vez, les di el resto de mi brazo. No pude aprovecharlo del todo. Por una parte, me vi obligado a realizar un torniquete a la altura de mi axila, ya que a la altura de mi hombro no iba a poder asegurarme la interrupción del torrente sanguíneo. Además, debía evitar que atacaran mi rostro u otra parte de mi cuerpo al no poder mantener una distancia ideal. Para evitar esto, utilicé también un panel de policarbonato al que le realicé un agujero y por el que pasé el resto de mi brazo a través del mismo. Cuando se los ofrecí me encontré lamentándome por no poder verlos comer. Debido a sus sonoros quejidos intuí que esa cantidad de carne les había alcanzado para menos días de los esperados y me sorprendí al alegrarme de tener que volver a alimentarlos a los seis días.
  La decisión de cual pierna ofrecerles no fue sencilla. Terminé por decidir darles la derecha. A pesar de ser diestro, la izquierda fue siempre mi pierna más fuerte. Y corroboré probando levantar una u otra y desplazarme a los saltos, que con la pierna izquierda mantenía mejor el equilibrio contrarrestado por mi brazo derecho. Esta sirvió para tres comidas. Durante la primera, que consistió en mi pie y parte de mi pierna hasta la mitad de la tibia, corroboré que debía comenzar a cortar mucho tiempo antes que con mi brazo para liberarme de mi miembro antes de que devoraran completamente la carne. Esto se debía a que el hueso era sencillamente mucho más denso y grueso. Tal tarea me dejó muy debilitado y tuve que arrastrándome por el suelo para alejarme de la voracidad de mi familia. Fue por esto que, para la segunda vez, llevé la silla de oficina a la cochera. Cuando me separé de mi pierna (esta vez, cortada por encima de la rodilla) simplemente me deslicé empujando con mi pierna sana.
  Para la tercera vez tuve que hacer uso otra vez de la placa de policarbonato, a la cual le agrandé el agujero para poder pasar mi muslo. Por suerte pude verlos comer desde mi posición, sentado en la silla. La sangre contenida en la arteria femoral inundó la boca de mi hijo, quien se alimentó también de la carne semimasticada que caía por las comisuras de la boca de su madre. Las dos mujeres de mi vida llenaban sus mejillas de músculos y tejido adiposo. No pude contener el deseo de acariciar sus cabezas y sus rostros. Peiné con los dedos los cabellos de mi hija y de mi mujer, evitando que cayeran sobre su alimento. Como un encantador de cobras, me arriesgué incluso a besar las frentes de los tres. Siempre concentrados en su presa no me miraron hasta que corté el fémur y me alejé llorando. Me inundaba un sentimiento de pérdida, de la proximidad de una despedida y esa noche mi salud comenzó a empeorar.

***

 
Dicen que la felicidad se encuentra dónde está el hogar, junto a las personas que uno ama. Tal vez sea cierto, pero junto a ella conviven simbióticamente infinidad de sentimientos. Porque uno puede sacrificar su misma esencia, cada parte de su ser para que alguien a quien realmente uno ama pueda ser feliz. Puede ofrecer voluntariamente las brasas de sus deseos y proyectos más íntimos para que los de estas personas mantengan viva su llama. En definitiva, puede enterrar profundamente su felicidad a favor de la suya. Encuentra su máximo exponente con los hijos. Porque ¿es que tiene tiempo para pensar si es feliz la alondra que agoniza de cansancio para alimentar a sus crías? Ese sentimiento es instinto, deber… y también algo más. En todo sentido es superior a la felicidad, ya que esta puede ser fácilmente sacrificada a su favor.
 Perdona los desvaríos de un hombre enfermo. Tal vez, intentando dejarte una enseñanza, me esté enfrentando a una tarea para la cual no estoy calificado.
 Me siento fatal. Tengo fiebre. Mi brazo derecho y mi pierna izquierda solo me permiten moverme con dificultad apoyado de las paredes.  No he tenido las fuerzas necesarias para cargar la silla de oficina de la cochera y subirla los dos escalones que la separa del resto de la cocina para poder moverme por la casa con menos dificultad. Ya nada importa. El mundo se fue al infierno y nada salió como lo planeábamos. Dejaré este mundo abandonando a mi familia a su suerte, y por más que termine dándoles cada parte de mi ser para que sigan adelante, hubiese deseado poder darles más.
 Sólo me queda terminar mi trabajo y ofrecer lo que me queda. Iré a la cochera. Me sentaré en la silla. Creo poder todavía abrir la cortina que da a la calle manualmente con su cadena. Me acercaré a mi familia dedicándole a cada uno las palabras que llevaré anotadas. Luego, usaré a mi hija unos instantes como escudo entre su madre y yo para liberarlas de la cadena que las mantiene atadas a la pared. Dejaré que la otra cadena las mantenga juntas. Serán libres y se mantendrán junto a mi bebé. Les daré la última comida que puedo ofrecerles. Hasta ahora atacaron mis miembros, ya que fue lo único que les ofrecí a su alcance. Pero estoy seguro que atacarán mi vientre, como hicieron con la señora. Será una muerte lenta y dolorosa. Me forcé a alimentarme bien para que mi sacrificio valga la pena al máximo. Intentaré mantenerme consciente el mayor tiempo posible y si ninguno ataca mi brazo, los acariciaré por última vez. Luego, intentaré clavarme profundamente en el oído esta misma pluma con la que escribo. Mi deseo de seguir con ellos es grande, pero no quiero levantarme en el estado en que me encuentro. Si he fallado en este cometido y me has encontrado con la peste en el suelo de la cochera, hazme el favor de acabar conmigo.
 Si ves a mi familia y existe alguna forma de ayudarlos, te ruego que lo hagas. Si no, te imploro que no les hagas daño. Y si mi esposa e hijos tienen que ver con la muerte de alguien a quien amas, créeme que lamento seriamente lo ocurrido. Pero te pido de corazón que no busques venganza, no es su culpa, déjalos ir.
 Pido perdón a quien se lo deba. Júzgame a tu manera. Tal vez es necesario que seas un padre de familia para que comprendas mi sacrificio.

sábado, 31 de octubre de 2020

Burbujas


 -No Mimí. Sooooodaaaa- le repetí por tercera vez a la dueña y cajera del supermercado chino del barrio.
-Este soda, Gastón- me dijo señalando una botella que de no ser por su tapita verde en nada se diferenciaba de las aguas minerales.
 Su respuesta dolió tanto como patear una mesa ratona con el dedo chiquito del pie.

 Mimí, cuyo verdadero nombre era Xiang y que tenía entre veinte y cincuenta y cinco años de eterna juventud asiática, cargaba con mi última esperanza. Pero esta se disolvía.
 Porque no es lo mismo “agua finamente gasificada” que soda. 
 Primero, porque podría diferenciar una de otra con los ojos vendados. La soda tiene una burbuja sólida, que explota en la boca con sus modales rústicos. Porque la soda es barrio, pibes jugando a la pelota en la calle, guiso de abuela. Es la vecina tetona de cuarenta y largos, de belleza y curvas naturales, la señora Robinson criolla, dulce y simpática que roba el aliento y se entromete en las onanistas fantasías de los quinceañeros que la ven pasar todos los días. 
 En cambio, el agua gasificada es una intrusa. Es la multinacional que explota los recursos naturales de un país tercermundista. Es pavimento frío. Es sopa instantánea. Es la vedetonga vieja con más implantes que carne humana en su cuerpo y que todavía se cree una estrella cuando un simple vistazo delata su condición de meteorito machucado. 
 Segundo, si así no fuera y supieran exactamente igual, el simple acto de apuntar y disparar con algo tan maravilloso simple como es una botella con un gatillo conteniendo líquido y gas a presión, daría por ganadora a la soda. 
 Los hombres evolucionamos para apuntar y disparar. Hemos convivido con ese acto por milenios, desde que un cavernícola agarró una piedra y se la revoleó a otro. Hoy en día, la mayoría despuntamos este vicio con placeres simples como lo es cambiar canales en una tele. Incluso algún anónimo genio inventó el filtro de mingitorio con una diana y su puntaje impresos encima. Y el disparo de soda al fondo del vaso con vino no se queda atrás de ningún otro. 
 Me importan tres carajos lo que digan los enólogos. Un tinto criollo no es tal si no lleva soda. Cuando uno aprieta el gatillo del sifón, la espuma violácea y efímera revuelve el regalo de Dionisio y lo transforma en ambrosía robada directamente del Olimpo.
 Nada quita la sed como un vino con soda.
 Era enero, y esta ciudad pedorra estaba en su plena hibernación contra natura. 
 Es en esta época cuando su título de capital de provincia se evapora junto con el agua de las fuentes de las plazas que interrumpen su funcionamiento. 
 Es cuando revela su verdadero rostro: un pueblo más con delirios de grandeza. Y en varios sentidos, mucho más pobre en cualquier aspecto. Porque los pueblos de la provincia y los barrios de Buenos Aires contienen gente orgullosa de haber nacido ahí. Acá pocos saben el nombre de su barrio y su identidad platense se limita a llamar “micro” a cualquier tipo de autobús o “pollajería” a lo que los demás hispanoparlantes llaman erróneamente “pollería”. 
 Y ojo, con eso si me pongo la camiseta de Dardo Rocha. A la “carnicería” nadie la llama “carnería”, no me jodan.
 Así que ahí estaba, cagado de calor, deseando con desesperación el gaseoso elemento. 
 El sifón retornable de pico y rejilla naranjas se extinguió ayer o hace dos décadas. La verdad no tengo bien claro cuando dio paso al de plástico descartable, no tan noble como su predecesor, pero decente. Y este era el que buscaba.
 Como buen ocho del uno a la hora de la siesta que era, todo expendio de comidas y bebidas del barrio excepto el super de Mimí estaba cerrado.
 La única que me quedaba era ir hasta hipermercado del centro cuyos esclavos encadenados a las cajas registradoras están condenados a olvidar el significado de la palabra siesta. Iba a tener que comerme una cola de gente triste, perdedora, olvidadiza y sin guita para vacaciones como yo, absorbiendo el aire acondicionado del Carrefour con cada uno de sus poros para amortizar al máximo la humillación. Iba a tener que mirar a la cajera que, sin darme bola y mandando alguna pelotudez con su celular, pasaría el pack de sodas por el lector. Y repetiría la misma conversación de siempre:
- ¿Tarjeta de puntos?
- La perdí, pero te paso mi documento. 

Abandoné el super de Mimi cabizbajo, atravesando con mis pasos una depresión pesada, palpable que maridaba perfectamente con los cuarenta y pico de temperatura a la sombra, el olor a pavimento y brea hirviendo de la calle y el coro de chicharras que hinchan las pelotas todo el día y (si les da la luz de la vereda justo en la jeta) también toda la noche.
 Mientras caminaba me debatía entre hundirme en la Pelopincho emparchada o manejar hasta el susodicho hipermercado. Me detuve en seco porque casi me deja ciego una especie de cilindro metálico que reflejaba el violento sol. Sobresalía de una caja abandonada en medio de la rambla de la diagonal. Por más que convertí mis ojos en dos líneas horizontales y formé una visera improvisada con los sudados dedos de una mano, no logré identificar de que se trataba.
 Como soy medio hurraca y medio ciruja para estas cosas, pegué un pique cruzando la calle y me acerqué a ver qué era.
 Mi corazón algo sospechaba.
 Di un paso más.
 Juro por mi vieja que en ese instante en mi cabeza sonaba el “Así Habló Zarathustra” de Strauss, como cuando en “2001” los monos descubren el monolito.
 En lo que había sido una caja de galletitas, durmiendo sobre una lona que denotaba haber sido usada para evitar chorrear de pintura un piso durante alguna remodelación, y al lado de una maceta con una planta seca, descubrí el tesoro más grande que mis más delirantes sueños podrían dar a luz. Una pieza digna de museo. Una criatura antediluviana. Un sifón Drago.
 Con el primer vistazo lo catalogué. Era de los buenos buenos, de los modelos viejos, que venían con más carga y el pico era metálico. Seguro, pensé, que había vivido feliz junto a un pingüino de vino del que había enviudado hacía años.
 Lo levanté como a un bebé, rodeándolo con la lona para que el metal hirviendo no me quemara las manos. Di unos pasos sin sacarle los ojos, absorto con la belleza del, todavía, impecable cromado. 
 Pero pensamiento terrible borró en un instante la sonrisa de mi rostro. Durante un momento miré hacia el horizonte con temor a darme vuelta. Pero cerrando los ojos, junté coraje y me volteé. Miré de nuevo adentro de la caja… y volví a respirar aliviado. 
 Ahí estaba la garrafita. Objeto que su fabricante bautizó completamente al pedo “cápsula de carga”, como el padre de cualquier pelirrojo que elige un nombre para su DNI, sabiendo que su vástago es inevitablemente condenado a partir de la primaria a ser llamado toda su vida “ El Colo”. 
 La garrafita estaba oxidada y mucho más maltratada que el sifón. Pero todavía tenía carga como comprobé empujando su válvula con la llave de mi casa, la cual no volví a guardar para poder llegar lo antes posible a probar mis tesoros. Con el sifón ya más frío al tacto, revoleé la lona en medio de la rambla y me fui casi corriendo.
 Lavé muy bien el Drago. Me sorprendió de todas formas que estuviese tan limpio y cuidado. De hecho, todavía conservaba un poco de soda en el fondo.
 No me explicaba que clase de persona podría haberlo abandonado y no estaba seguro si se merecía de mi parte una piña en un ojo o un sonoro beso por su involuntario regalo. 
 Estuve muy cerca, demasiado, de arruinar mi primera experiencia con el chiche nuevo haciendo soda con la lavandina al setenta por ciento que sale por las cañerías de mi casa. Paradójicamente, fue la impaciencia la que me salvó, ya que con la temperatura de lo que salía de la canilla supuestamente fría y el tiempo suficiente estoy seguro de que se podía cocinar un huevo. Busqué la botella de vidrio repleta de insípida agua de bidón que estaba en la heladera, llené el sifón con ella, enrosqué el picó y le di gas con la garrafita (que aparentemente estaba cargada hasta el tope).
 Enjuagué un vaso de la cocina y gatillé dentro para realizar la prueba de fuego. Parecía soda y tenía olor a soda. La probé y definitivamente era soda. Acompaño su recorrido de mi garganta con frescas burbujas que explotaban durante su recorrido, provocando que cerrara los ojos y pronunciara un sincero “ahhh”, de esos que se fingen en las publicidades de gaseosas. 
 Y a modo de beso de despedida, me obligó a soltar un violento eructo.
 Llevé el sifón, el vaso, la cubetera y el medio malbec que me quedaba de la noche anterior a la mesa del jardín. Estando allí, arrimé una silla abajo de la parra.
  Mi gato Barragán, flaco, naranja, viejo, magullado por las peleas del barrio, pero todavía ágil saltó desde el piso hasta la mesa y olisqueó el pico del sifón. Se le erizó el lomo, salió corriendo y saltó la medianera del fondo. 
 “Se asustó de su reflejo” pensé “está cada vez más viejo y más boludo”  
 Metí dos cubitos en el vaso, serví hasta la mitad de vino y coroné con el frío chorro de soda. Me sentía un barman gaucho. La vida era buena.
 La ocasión ameritaba que pusiera todo de mi para darle la bienvenida a mi tesoro y convertir ese momento en inolvidable.
 Antes de tocar el vaso, fui a mi pieza a buscar un libro del boludo de John Grisham que había comprado de oferta el año anterior en la costa y abandoné al primer capítulo.  Seguía sin tenerle fe, y estaba seguro que me iba a decepcionar como los otros dos de él que había leído, pero era lo único que había en casa sin terminar.
 Volví con el libro en mano y mirando el vaso me rasqué la cabeza. Parecía contener solamente soda y dos cubitos un poco mas chicos de lo que los había dejado. Me senté y miré la botella de vino a contraluz. Capaz que me había servido sin mirar con una botella vacía. Pero no, poco menos de la mitad, pero vino todavía quedaba.
 Que se yo. Bueno, me tomé la soda y repetí el proceso: dos cubitos, vino y chorro de soda. Esta vez vi con mis propios ojos cómo la burbujeante mezcla reducía su volumen y volvía a convertirse en soda. Intenté una vez mas con idénticos resultados.
 -Ya está- me dije-, la única puta vez en mi vida que me encuentro algo copado y me pasa esto.
 Teoricé que se habrían equivocado al cargar la garrafa y le metieron anda a saber que cosa que afectaba el vino. Ojalá no fuese nada venenoso, ya llevaba varios vasos de soda encima.
 Pensé que algo le podría haber pasado al vino estando en la heladera. Había perdido su corcho original y le había recortado uno gigante de champagne que estaba en el fondo del cajón de los cubiertos, para metérselo a presión. ¿Eso lo podría haber afectado?
 Barajé hipótesis ridículas, pero lo que estaba viviendo también lo era.
 Cayó la noche, traté de olvidarme del tema, acompañé unas hamburguesas con el triste vino sin burbujas y me acosté temprano. No me podía dormir, y en el fondo sabía que la culpable no era la sábana empapada pegada a la espalda. Afuera se escuchaba a Barragán cagándose a palos con el atigrado de la vuelta. Y las putas chicharras.

 Me desperté cerca del mediodía. Después de la meadita y la ducha matutinas fui derecho al fondo. Miré la mesa en donde permanecían desde el día anterior sifón y garrafa. Agarré esta última y la llevé al galpón. Busqué un destornillador plano y apreté la válvula para vaciar lo que contuviese. La garrafa silbaba sin parar pero no parecía vaciarse nunca. Mierda que estaba llena.
 Miré el reloj del celu: doce y diecisiete. En tiempo record me puse shorts, ojotas, remera, agarré llaves, billetera, garrafita y sifón. Saqué el auto y lo llevé a la casa de matafuegos pisando a fondo. Llegué casi sobre la hora de cierre.
-Buen día - le dije a la chica tatuada y de pelo violeta del mostrador.
-Hola ¿en qué te ayudo? - me respondió con la fingida diplomacia del empleado que se quiere rajar.
-Venía a cargar esta garrafita.
-Dale. Dejame tu nombre y un teléfono.
 Miré el talonario de órdenes de trabajo y me la jugué con una mentira:
-Perdoná, si no tenés drama la espero ahora. Salgo de vacaciones y no voy a poder venir a la tarde. 
 Pude ver como sus ojos corrieron rápidamente del reloj a la estantería vacía de pendientes. Acorralada y sin posibilidad de excusas, aceptó.
 Me senté en la silla de plástico de la recepción. La puerta del taller de atrás estaba abierta. La vi ponerse unas gafas de protección junto con unos guantes gruesos. Después, enroscó mi garrafita a una válvula más grande y a una manguera con un manómetro. El silbido de pérdida de gas se hizo presente nuevamente y dejó conectada la manguera durante varios minutos. Se hizo la una y me pidió si no le daba vuelta el cartel de “CERRADO” colgado de una sopapita en la puerta de vidrio.
 Cuando pasó media hora mas se rindió. Vi el manómetro y aunque no llegaba a ver el número que marcaba, estaba seguro de que no se había movido ni un milímetro de donde estaba cuando conectó la garrafita. Me la dio en la mano y me dijo que la manguera de extracción seguramente le estuviera fallando. Que igual la garrafita seguía llena para que la usara y que me iba a durar bien durante las vacaciones. Le pregunté si había notado que el gas tuviese algo raro o estuviese vencido. Gesticulando una sonrisa inversa con la boca y frunciendo el ceño me negó con la cabeza.
 Le di las gracias, le pagué igual por las molestias y por la hora. Su agradecimiento, a diferencia de su bienvenida, fue sincero.

 Me senté en el auto a pensar. Estuve así algo de cinco minutos hasta que una mancha que se movía en la calle llamó la atención de mi vista a través del parabrisas. Era una laucha cruzando la calle, dueña de la ciudad por la falta de tráfico, a plena luz del día. 
 Me acordé de Matías y encaré para la Facultad de Veterinaria. 
 Matías estaba laburando en el bioterio desde hacía unos meses. Estaba seguro de que como era el nuevo no había ligado vacaciones en enero. Me jugaba que estaba al pedo cumpliendo horario. No le iba a joder que pasara y era lo más parecido a un laboratorio que iba a conseguir dadas las circunstancias.
 De pasada compré un vino en el único kiosco abierto que encontré. Un tetra, total sabía lo que iba a pasar.
 La arboleda que rodeaba la facultad bajaba unos cuantos grados la temperatura. Esto, junto con la esperanza de al fin resolver el misterio, levantó mi ánimo general. Le pegué un llamado desde la puerta y le avisó al guardia que me dejara pasar. Llevé todas mis cosas y lo encontré mirando una serie con el aire prendido al taco. De no ser por el olor a meo de las ratas, le hubiese pedido dejar mi cama ahí hasta marzo. 
- ¿Qué hacés Gastoncito?- me saludó parándose, casi gritando y después dándome un abrazo.
- Acá. Al pedo como vos.

  Hablamos por media hora de borracheras de navidad año nuevo. Recién cuando me pidió que lo acompañara al bufet salió el tema del Drago. Comencé a contarle todas mis experiencias desde el día anterior. Mientras yo hablaba sacó dos gaseosas de la heladera y me ofreció una bolsa de papas de la despensa. Hubiese preferido un pebete completo porque no había desayunado, pero el servicio del bufet se había limitado al autoservicio de lo no perecedero y las cobranzas a que los pocos trabajadores que estaban en la facultad anotaran lo que se llevaban. Así que acepté y Matías no me dejó darle guita.
 De vuelta al bioterio, concluí mi relato agarrando un frasco de precipitado, abriendo el tetra con los dientes, volcándolo adentro y pegándole el sifonazo de soda. 
 Cuando vio lo que pasaba dentro del frasco, el gesto de Matías de volvió indescifrable. 
 Por primera vez en mi vida lo iba a ver en modo científico.
 Probó con otro frasco al que lavó muy bien antes y obtuvo el mismo resultado. Probó de nuevo luego de meterle un termómetro al líquido. Lo mismo, y la temperatura no varió. Trajo más frascos en los echó soda a la mitad de la Coca que me quedaba, al azul de metileno, al iodo, al alcohol etílico, al formol y una variedad de líquidos que no recuerdo. Pegaba el ojo en cada recipiente esperando una reacción que no llegaba. 
- Esperá- me dijo. Y salió corriendo por el pasillo y volvió después de unos minutos con una botella de cerveza de un tercio de litro. 
- Esto sobró de la fiesta de fin de año y el de limpieza vi que se lo encanutó.
 Mismo proceso. Mismo resultado. Y demostró su frustración pasándose los dedos de ambas manos en peine por entre los pelos desde la frente.
 Así estuvimos algunas horas. 
 Corroboró que el contenido de la garrafa era anhídrido carbónico y que no tenía nada de raro. Que el mismo gas mezclado con una manguera conectada a la garrafita y aplicado directamente en el vino no reaccionaba. Y que llenando el sifón con el gas de uno de los tanques de la facultad tampoco.
 Me despedí metiéndole excusas y prometiendo futuras reuniones para comer. Omití decirle que la garrafa no se podía vaciar como un acto de solidaridad hacia su cordura. 
  Y, además, me llevé unas papas de arriba. 

 Manejando para casa me detuve en un semáforo. Miré al cielo porque pronosticaron lluvia, pero no se veía ni una nube. El barrido de mi vista por las terrazas de los edificios se interrumpió con una cruz. Y caí en la tentación de muchísimos antes que yo: si la ciencia no da respuesta, acercarse a la religión para que tampoco lo haga.
 En resumen, entré a la iglesia, el cura me recibió bien y así me cayó en un principio. Pero cuando vi a un hombre cuya vida está cimentada en una fe ciega mirarme con escepticismo y hablarme condescendientemente, desesperado por demostrarle lo que le contaba agarré el cáliz y le eché soda al vino consagrado. El cura se puso blanco como una ostia al ver cómo la supuesta sangre de Cristo se desvanecía. Largó un nivel de puteadas que hubiesen sido la envidia de un barrabrava de un algún equipo peleando el ascenso y de paso me excomulgó (lo cual no me importaba ya que mi contrato con Dios se terminó en el momento exacto que me dieron el último regalo de la comunión).
 Ya en la vereda, como sabía que junto a los negocios de la divinidad se hacen negocios de ocultismo, y como veía algo de gente que se acercaba a la parroquia de la que me habían echado a celebrar el día de san no sé qué, busqué alguna santería que estuviese abierta.
 No tardé en encontrarla. 
 Era el típico antro que manejan todos los de este rubro. Ahí se vendían estampitas y estatuas de todos los santos católicos, figuras de Buda y de Krishna, sahumerios, velas de colores, cuadros del Sai Baba, botellas de agua bendita, libros de autoayuda, llaveros de San La Muerte y del Gauchito Gil. Creo que hasta vi algo de Gilda. Me hizo acordar mucho a algunos puestos de la Comicon.
 A pesar de todo lo que lo rodeaba, el tipo que atendía parecía normal. Lo saludé y le fui al grano:
- Mirá, no sé si me podés orientar. Pasa algo raro con algunas cosas en mi casa y necesito que alguien que me dé alguna explicación.

 No quise darle más explicaciones de las necesarias ni nombrarle el sifón Drago. A esas alturas, por culpa del cura, la situación se había vuelto para mí un tema sensible. No me hubiese bancado que me miraran otra vez como un loco. No quería terminar a las piñas. Hacía demasiado calor.
 Pero el tipo me escuchó muy serio y metido en personaje me empezó a decir:
- Está bien. No necesito que me cuentes más. Mirá, mi señora tiene don de nacimiento. Es vidente, soluciona todo tipo de problemas ata y desata nudos, rompe maldiciones, limpia auras y da protección. Atiende acá atrás. La primera consulta es gratis si haces una compra. 

 Yo sabía que era una chantada, pero perdido por perdido quería conocer al personaje y ver su reacción a lo que hacían mi sifón y mi garrafa.
 Compré una botellita amarilla de agua bendita que tenía serigrafiada la figura de San Expedito y el tipo me llevó atrás, atravesando una cortina de pelotitas de madera que pensaba que se habían dejado de fabricar en el ochenta y siete.
 La mina tenía toda la parafernalia. Animales disecados en estantes, velas encendidas, túnica hindú y un pañuelo gitano con monedas colgando atado en la cabeza. Era rubia, gordita y de cachetes colorados. Tenía menos de hindú o de gitana que Jackie Chan. 
 - Mucho gusto corazón, me llamo Silvana. Muchos me conocen como la Colifa y me gusta que así sea porque mi arcano personal es “El Loco”- me dijo orgullosa extendiéndome la mano con la palma hacia abajo, como pretendiendo que la besara.
 Pasé a explicarle mis últimos dos días. Me escuchó con una expresión que denotaba que actuaba pésimamente haberse enfrentado muchas veces a casos similares. Cuando llegó el momento de demostrarle el truco que hacía mi sifón, sopló la vela que estaba en un vaso, la sacó y la llenó hasta la mitad con una botella envuelta en mimbre que jamás hubiese imaginado que contendría vino. Me pidió la garrafa y le echó un chorro. Miró detenidamente el vaso y cómo las burbujas devoraban el vino. Mas allá de tener los ojos abiertos como dos ruedas de bicicleta, no demostró mayores reacciones.
 Me dijo que me fuera tranquilo y descansara, que le dejara el sifón, que me llevara unas velas consagradas para purificar mi casa (que obviamente me cobraría el marido) y que le dejara mi teléfono para que me llamara al día siguiente. Supuestamente iba a hacer unas invocaciones y analizar el caso para ver como seguíamos a partir de ahí. Estaba loca, pero no parecía mala mina. Así que así lo hice y encaré para casa. 
 En el camino, pensé en las posibilidades de ese encuentro. En el mejor y más improbable de los casos, me daría una respuesta. En el peor, se iba a borrar con un sifón que no servía con el vino. Lo cual es decir no servía para nada. Llegué, revoleé las velas en un cajón de la cocina. Comí mirando el noticiero, cuyo pronóstico del tiempo decía que la lluvia había sido arrastrada hacia la costa y teníamos para una semana más de clima subsahariano. Me alegré con maldad que por lo menos se la cagaran las vacaciones a muchos a los que envidiaba. Me acosté y esa noche Barragán durmió en mi almohada. Yo dormí mejor que el día anterior.

 A la mañana siguiente me desperté por una llamada del teléfono. Tratando de modular la boca para no parecer dormido y con los ojos todavía cerrados atendí:
- ¿Hola?
- Hola ¿Gastón? - me contestó una voz masculina y preocupada.
 Era el marido de la Colifa. Me pedía que por favor fuera urgente a su casa. Me dio la dirección y me hizo prometerle que fuera cuanto antes.
 La verdad no se que me impulsó a apurarme. No les debía nada y el Drago al final trajo mas quilombo de lo que pensaba. Me tentó mucho la idea de borrarme y dejarle el bardo a otro. Pero tragué algunas galletitas de un paquete empujadas por una taza de café mientras me cambiaba y salí para allá.
 Enfilé el auto para el lado del cementerio. Resultó que vivían bastante cerca. 
 El tipo, que recién ahí me enteré que se llamaba Oscar, me estaba esperando en la puerta. Me dio la mano y me dijo:
- Perdoname Gastón que te llamé así, la verdad no sabía qué hacer. Estoy desesperado. Pasá por favor
 Entramos a la casa. Estaba en las antípodas estéticas de su negocio: era una casa chorizo luminosa, con muchas ventanas. Los animales que había no estaban disecados, y se presentaban en forma de pequineses con ladridos bastante hinchapelotas.
 Caminamos sin hablar. Llegamos a una puerta y con la mano en el picaporte se volteó y me dijo antes de abrirla:
- Ahora vas a entender. Por favor ayudala como puedas. Yo sé que en lo que laburamos vendemos humo, pero nunca le hicimos daño a nadie y no somos mala gente. Ninguno de los dos realmente creía en espíritus hasta que llegaste vos con tu sifón y cambió todo.
- ¿Espíritus?
- Entremos y vos mirala nomas.

 Entramos y ahí estaba la Colifa, sentada en el borde de la cama con el sifón y su garrafa conectada en una mano. Me miró y sonrió ampliamente. Con una voz ajena me dijo:
- Hola querido. Sentate por favor que tenemos que charlar unas cosas.
 La lengua se le trababa al hablar, siseaba en todas las consonantes y estiraba cada vocal de sus palabras. Era una voz masculina, gastada, de viejo y borracho. Su postura se correspondía con ese tono. La gorda no era ni en pedo tan buena actriz, así que prácticamente estaba convencido de que no me estaban bolaceando. 
 Oscar me dijo:
- Está así desde anoche. Se trajo el sifón y se obsesionó toda la noche con él. A la madrugada me levanté porque escuchaba ruidos y la encontré hablando de esa forma, cagándose de risa y me preguntaba dónde había vino. Ninguno de los dos durmió, me dijo cosas increíbles y me pidió que te llamara. Si te parece los dejo solos. Hacé lo que puedas por favor.
- Si, andá tranquilo- le dije no muy convencido.

 El que estaba adentro de la Colifa me miró un rato a través de sus ojos cuando me senté a su lado. Estuvimos callados un rato y me dijo:

- Primero que nada, te quiero pedir disculpas amigo. Me porté un poco para la mierda con vos. Lo único que tenía era mucha sed. Te cuento que este sifón fue mío cuando vivía, y era una de mis cosas favoritas. Es increíble pero después de que me morí se repartieron la herencia entre la familia, pero dejaron esta belleza abandonada en la calle. - Una mirada triste atravesó sus ojos mientras miraba y acariciaba el sifón con el pulgar que lo sostenía. Luego de un suspiro, siguió: 

- Cuando me morí, se ve que como espíritu con asuntos pendientes fui a parar adentro de una de mis cosas más queridas. Y gracias a esto, terminé pudiendo arrimarme cerca del vino.
 Pasé así como vos, de mano en mano con gente que me levantaba de la calle, me vendía y revendía y ¿podés creer que uno solo me usó?. Viajé varios kilómetros hasta que terminé con vos. Y te digo que sos el que mejor me cayó hasta ahora, pibe.
 Se notaba te notaba en la cara la ilusión cuando me levantaste. Pensé enseguida “este flaquito sabe. Este me arma con la garrafa y me echa derecho a un vino”. Porque ahora están todos con la cerveza artesanal. Y el vino se nos quedó a los viejos nomas.

 Seguía usando los músculos faciales de la Colifa de una manera que no se correspondía con los esa cara colorada y redonda. Una sonrisa chueca siempre en los labios y los ojos muy achinados. Algo en su trato se me hacía muy familiar. Me hacía acordar a un tío o algo así. Suspiró de nuevo y continuó:
- Te vuelvo a pedir disculpas amigo. Y ya sé que te jorobé bastante, pero quiero ser tu sifón, y un buen sifón. Te pido un vasito al día nada más, y el resto te lo podés tomar vos. Y te aseguro que te voy a convertir al vino de cartón mas berreta en lo mejor que te vayas a tomar en tu vida. Acá tenés, probá.
 
 Levantó del piso un vaso de vidrio verde con un tercio de vino. Le pegó el sifonazo, me lo arrimó y lo probé.
 Se quedó corto en su promesa. Juro que me dejó al borde un llanto de alegría. Hacía tres días que quería un vino con soda. Y fue como si a Ghandi después del ayuno lo esperaran con un asado. Riéndose de mi expresión me dijo.
- Ya sabés que a la garrafita tampoco la necesitás cargar, es parte mía también. Te prometo que te voy a laburar bien. Acordate de un vasito para mí todos los días y también, si te parece, que vengamos a visitar a esta doña cada tanto para poder charlar un rato. El marido se pegó un julepe importante, pero esta estaba chocha porque por fin vio algo paranormal enserio, no como las cosas que hasta ayer contaba haber visto ¿Qué te parece?

 La oferta era buena. Había obtenido una respuesta, el genio del sifón mágico volvería a casa a trabajar para mí a un costo muy bajo y con unos resultados excelentes. Por primera vez le dirigí la palabra diciéndole:
- Está bien. Pero decime una cosa. ¿Quién sos?
- ¡Ah, perdoná querido! Ni siquiera me presenté. Me llamo Horacio, seguro que me conocés de algún lado. 
- ¿Horacio? - pregunté confundido- ¿Qué Horacio?
- Guarany- me contestó sin dejar nunca de sonreír.