viernes, 22 de enero de 2021

Cojudo

 


   Cada tanto, después de varias copas, el tema sale solo en las charlas. A veces pasa seguido, sobre todo en verano, en las juntadas en la pulpería. Otras, estamos más de un año sin nombrarlo. Pero casi siempre surge cuando se suma uno nuevo a la mesa; normalmente algún amigo o pariente lejano de uno de los habituales, que está de visita en el pueblo. Pero nunca nos creen. Capaz por eso lo contamos entre varios, como con la esperanza de dar una imagen de credibilidad. Un poco para que no parezcamos locos y un poco para convencernos de que no lo estamos. Porque a mí, que estuve más cerca que la mayoría, todavía me hace ruido y me cuesta creerlo. Lo repasé mil veces en mi cabeza y una parte mía todavía dice que lo aluciné.
   La cosa fue así. Los domingos después de comer, siempre fue costumbre ir a la riña del palenque que quedaba atrás del tambo del viejo Peñaloza. Se hacían otras en esa época, pero la del viejo era distinta. El tipo ponía orden. Lo he visto a él mismo revolear contra el portón a uno que cayó en pedo buscando roña. Todos le confiaban la guita de las apuestas tranquilos de que Peñaloza no tocaba un mango y hasta había que encajarle una comisión de prepo. Además, era primo del comisario así que en su rancho los milicos nunca jodían. Por eso muchos pasábamos religiosamente por ahí. Más de uno llevaban a la jermu y a los críos. Yo debo haber empezado a ir con quince años más o menos y nunca la abandoné.
  Tuve algunos gallos lindos, pero nunca los llevé a la riña. Cuesta mucha guita y dedicarle horas para mantenerlos bien. Además, nunca tuve mucha suerte. Terminé vendiéndolos junto con los corrales, comederos y bebederos cuando estaba juntando para comprarme la chata.
   Durante el día del quilombo, el lugar había estado hasta las pelotas. Había venido gente de afuera, unos bichos de la san puta pero la mayoría mal entrenados, mucho pendejo nuevo. Cuando cayó la noche, los chorizos y las empanadas se habían acabado, y quedaba vino muy berreta. No parecía que se fuese a pelear más. Desde hacía casi una hora estaban trabados dos zainos idénticos, como de la misma puesta, y muy malos de boca los dos. A esa altura, a uno ya le faltaba medio pico y al otro le colgaba un ojo. El sobrino del Peñaloza ya estaba preparando el balde de arena para cambiar la del ring y dejar todo limpio, mientras algunos comedidos apilaban las tablas y caballetes en un costado. Pero los dos pendejos que los habían traído (que para mí, parecían tan gemelos como sus gallos) eran nuevos y no querían debutar con un empate. Yo ya ni miraba, me daba lástima que arruinen a los bichos así, y por cómo quedaron lo más probable era que los dos terminaran en un puchero.
   Estaba tomando los últimos vinos y chamuyando con los viejos habituales. Algunos cantaban y tocaban la viola, alguno dormía del pedo, otros jetoneaban la guita que perdieron o ganaron. Pero nadie amagaba a irse antes de que terminara el asunto. Si no, Peñaloza no te dejaba volver, por lo menos durante unos meses. Se lo tomaba como una falta de respeto a él y a su rancho.
   En medio de todo eso, cayó el rengo Emilio. Raro. Muy raro. No me acordaba de haberlo visto antes por ahí. Me saludó con una sonrisa y me repitió que se acordaba bien la cantidad que me debía y que ya me la iba a pagar. Como de costumbre.
   Pobre Emilio, siempre le tuve cariño. Era un tipo bastante corto, y además de rengo tartamudo. Pero buena gente. Muy laburador y muy gaucho. Muchos lo habían cagado por confiado haciéndolo laburar para nunca pagarle. Pero él los seguía saludando con la misma sonrisa boba de siempre. A mí me daba lástima. La madre había sido amiga de mi vieja y andaba bastante jodida, así que siempre que lo encontraba pidiendo fiado, le he arrimado unos mangos sin preguntar nada. Por eso siempre que me veía me recordaba cuánto y cómo me iba a pagar. Yo ya sabía que no podía hacerlo ni queriendo, por eso ni llevaba la cuenta ni me importaba. Vivía en un ranchito de mierda que daba al fondo de mi casa. Nos veíamos seguido y me convidaba siembre unos mates mal cebados y arruinados de azúcar cuando estaba al pedo y me veía a mí laburando. Pero, aunque fuese sólo por tener cerca a alguien tan desinteresado, valía la pena aguantar esos mates. Tardé bastante en darme cuenta que, con todos sus defectos, siempre fue un gran amigo para mí.
   Saludó con la cabeza a todos los que se dieron vuelta para ver quien venía. Se acercó arrastrando la pata hasta donde estaba Sardeli, entronado con sus compinches parados alrededor, como un emperador romano con una tacuara metida en el culo. Sebastían Sardeli. La mayor mierda que tuvimos en el pueblo. Un gordo asqueroso que se dedicó a cagar gente a más no poder. Siempre metido con los punteros, la cana, las putas y la falopa. Bicho malo como él solo, pero recontra cagón. Los conocía de toda la vida, de chicos íbamos a la misma escuela. Una vez, me mandó a cagar a palos por su bandita porque me puse de novio con una que le gustaba. Cobré fiero, pero después lo agarré solo en el camino que se tomaba para ir a la casa. Le bajé un diente a piñas, se fue llorando a casa y todo meado; con la mala leche de que lo vieron varios en el camino. No me jodió nunca más. Terminamos el secundario y desapareció un tiempo largo, pero había vuelto hacía unos años. Lo primero que me di cuenta cuando lo vi fue que estaba gordo como un lechón y que el agujero que le dejé en el comedor se lo había rellenado con oro. Me saludaba de lejos como si nada, pero era rencoroso y estaba seguro que todavía me la tenía jurada. 
  -B…b..buenas noches d..d..don Sebast…tián- tartamudeó el rengo. El gordo le levantó la mano mostrándole la palma llena de anillos y siguió hablando con sus amigotes sin darle bola. El pobre Emilio lo buscaba con la mirada. Se le atragantaba lo que quería decir, no sé si por vergüenza o por su tartamudez. Pero al final le soltó casi gritando:
 -Si le p…p..parece a usted le parece le…le riño contra el Zorro- En ese momento para mí, se callaron hasta los grillos que había afuera. En momento así, en una película de cowboys, se para la pianola. Justo habían terminado los zainos en un empate cantado hacía unos minutos y estaba todo el mundo por irse para las casas. Pero el Zorro no había peleado esa noche y era un espectáculo verlo. Todos pararon la oreja cuando lo nombraron.
  Sardeli sería una bosta, pero tenía unos gallos de la san puta. Fue juntando los de muchos giles que le debían y se los daban como pago. Y de todos, el mejor era el Zorro. Le decían así porque muchos gallos campeones y aguerridos, le terminaron queriendo rajar de la arena, desesperados como cuando uno de esos bichos entra en un gallinero. Cruza de malayo y puede que también con ñandú. Una bestia altísima, negro como el alma de su dueño, con una cresta gigante e impecable, casi violeta y aserrada. Precioso por donde lo miraras. Por su tamaño, más de un avispado lo había tomado por lento y pesado, peleándole con gallos de porte más ágil, y todos terminaron perdiendo mucha guita. Pisó gallinas de todos los galleros del pueblo, pero ninguno de sus pollitos salió ni parecido. Por eso, Sardeli lo cuidaba como oro. Me habían dicho que lo hacía correr todos los días en una pista con obstáculos que le había preparado y que le soltaba casi todos los días algún gallo de ponedora con el pico y los espolones amputados para que practicara sus masacres. Ni hablar que le daba de comer como a un rey. Al bicho le contaban veinticinco peleas y seguía entero como un pollo con pluma nueva. 

   - ¿Y de dónde sacaste gallo vos, se puede saber? – le contestó el gordo a Emilio, con las cejas muy altas y los dedos cruzados apoyados en la panza.
   - N…no tengo gallo. L…le p…peleo con el C..cojudo.- dijo Emilio levantando una canastita de mimbre que hasta ese momento no le había visto. Se cagaron de risa casi todos los que estaban, pero el rengo y el gordo se miraban fijo a los ojos sin pestañear. Yo no podía entender qué carajo pasaba por la cabeza de Emilio.
   Al Cojudo lo conocía todo el pueblo, Emilio lo llevaba hasta para hacer los mandados. Siempre fue un tipo bichero y ya lo habíamos visto con nutrias, zorros y mulitas. Pero con el Cojudo tenía algo especial. Lo había encontrado en un nido de teros que había destrozado una iguana. Era el único pichón que quedó vivo, pero como se le había quebrado un ala y se le curó mal, nunca aprendió a volar. El terito igual creció muy sano. Seguía con sus patitas flacas y nerviosas al rengo para todos lados y no le perdía el paso. Emilio me quemaba la cabeza hablándome del Cojudo cada vez que se arrimaba a mi casa a charlar. El tero me miraba siempre desde el piso, pegado al pie del dueño.
   Cuando se calmaron un poco las risas, Sardeli (sin cambiar la cara de culo) dijo:
   -Muy linda la joda, pero no me hagas perder el tiempo ni me tomés de boludo…
   -Le…le ap…puesto el rancho y la tierra contra to…todo lo que lleve encima- se apuró a contestarle Emilio.
   Casi nos peleamos con Peñaloza para ver quien llegaba primero a agarrar al rengo del codo. Pero el gordo Sardeli era diablo, y le apretó la mano antes de que llegáramos. Ya estaba todo dicho y que tuviese que pasar iba a pasar.
   El rancho de Emilio sería una cagada, pero tenía unas cuantas hectáreas y era uno de los pocos de la zona que daba al arroyo. Bien aprovechado, se le podía sacar mucha guita.
   En el ambiente había algunas risas, murmullos, pero, sobre todo, caras de asombro. Cuando cayeron que la cosa iba enserio, a Peñaloza lo acorraló una avalancha de gente queriendo apostar y sacar unos mangos fáciles. Los más desesperados eran los pendejos de los zainos, que querían salvar la noche a como sea. El pobre viejo no sabía cómo tomar las apuestas.
   -Tomalas treinta a uno que respondo cualquier cosa- dijo el gordo cagándose de risa y mostrando su diente dorado. Se paró y dejó arriba de la barra de Peñaloza una cantidad de guita que no había visto junta en mi vida. Después se dijeron muchas versiones, de por qué justo ese día tenía todo ese fangote encima. La verdad, es que nadie sabe. Y esa pila se duplicó en altura cuando el viejo terminó de anotar el nombre y los montos de todos los que sumaron a apostar.  
   A todo esto, yo trataba al pedo de razonar con Emilio. Me decía que me quede tranquilo, que él sabía lo que hacía. Lo recontra cagué a puteadas y estuve muy cerca de cachetearlo.
  Cuando el viejo dio la orden, empezaron a prepararlos. Sacaron al Cojudo de la canasta y ya daba entre lástima y risa nomás de verlo. Se había desplumado un poco en el traqueteo del viaje y miraba para todos lados sin entender nada. El sobrino de Peñaloza lo preparó, limpió todo y (aguantándose la risa para evitar que el tío lo cagara a pedos) lo dejó en una jaula de la que se podía piantar entre los barrotes sin apretarse mucho. Después siguió con el Zorro. Estaba recién mudado y las plumas le brillaban verdosas y azuladas bajo las luces. Picoteaba y pateaba para todos lados. Tenía con un hambre de pelearse que no veía. Cuando estaban por guardarlo, se le acercó Sardeli y con las navajas en mano, mirando a Emilio dijo sobrándolo:
   -Acá todos saben que al Zorrito siempre lo hago pelear con fierros. Te daría un par para tu bicho, pero no tengo de esa talla. ¿Tenés algún problema?
   Los alcahuetes del gordo exageraban la gracia. Los espolones del Zorro medían como una culebra y nunca se los cortaron, pero el gordo le abrazaba unas navajas de igual tamaño al lado. Con la fuerza de esa bestia y las bayonetas dobles que tenía en cada pata, lo vi una vez separarle la cabeza del cogote a un gallo tricolor que siguió corriendo un rato, enchastrando con sangre a todos los que estaban cerca.
   -No n…no. Co…como usted diga Sa..sardeli- contestó Emilio con la cabeza bien alta.
   El gordo agarró su gallo y después de ponerle las navajas en las patas, le dio un beso en la cabeza sosteniéndolo del pico. Lo levantó y lo llevó a su esquina del ring. Emilio, acariciando al Cojudo, lo llevó a la suya. Nos acercamos todos a mirar. Los largaron. Todos clavamos la vista en el gallo, esperando que el tero ni se moviese o saliera corriendo. Fue por eso que lo que vio la mayoría fue una mancha gris envolviendo una negra. La pelea duró no más de tres segundos. Nos costaba entender lo que nos mostraban los ojos. El Zorro en el suelo, con el pico clavado en la arena, las patas estiradas para atrás con los espolones y las navajas limpios, arriba de un charco formado por casi toda su sangre. El resto, la tenía encima el Cojudo, que se picoteaba el plumaje intentando limpiársela. Ni bola le daba al gallo muerto.
   Cuando Peñaloza se acercó a mirar de cerca, dio vuelta al gallo y pudimos ver que tenía un tajo enorme desde el medio de la pechuga hasta el buche. También se veía que tenía los dos ojos reventados. Después de un tiempo, con lo que más o menos llegamos a ver los que no pestañeamos durante la pelea y reconstruyendo de cachos lo que le tocó a cada uno, pudimos armar entre varios la secuencia de lo que pasó. El Zorro (hecho una furia) se abrió de alas y corrió enseguida hasta el tero, queriendo saltar para cortarlo con las navajas. El Cojudo no le dio tiempo: aprovechó la situación para saltar él primero y tajear con la púa de una de sus alas toda la panza y el cogote del gallo de abajo para arriba. El Zorro se quedó en el lugar, sin caer en cuenta del tajo que lo vaciaba de sangre y de granos guardados en el buche, ni en dónde había ido a parar el tero. El Cojudo, mientras caía, se paró en el ala desplegada del gallo como si fuese una percha, ganando la altura suficiente para atravesarle la cabeza de un ojo a otro con el pico.
   En conclusión, el tero mató dos veces y en segundos al gallo más campeón de la zona.
   Estábamos tan concentrados alrededor del gallo muerto que no nos dimos cuenta que habían desaparecido el tero, su dueño y toda la guita. Rengo y medio tonto, nadie se lo había esperado. Recién cuando escuchamos venir desde afuera el ruido del motor, salimos varios y vimos cómo se iba con chata levantando la polvareda de la ruta. Se hizo un silencio de muerte. Recién ahí me di cuenta que tenía a Sardeli al lado y tuve que aguantarme mucho para no cagarme de risa de su cara.
   Pero me preocupaba lo que le podía llegar a pasar a Emilio. Juro que ni pensé en que me había robado. Tenía que agarrarlo para hablar y ver cómo hacerlo safar del quilombo. Volví a entrar y le agarré las llaves de la mesa a Peñaloza y gritando mientras me iba, le pedí prestada su camioneta sin esperar que me dijera si o no. Empujé a todos mientras pasé, me subí y la arranqué arando. Era un fierro y corría como engualichada, pero esa noche Emilio era brujo y a mi chata (que le costaba arrancar por la mañana) le debe haber puesto alas porque nunca la alcancé.  Llegué al camino que daba a mi casa y a su ranchito después, y de la desesperación me llevé puesta la tranquera. No había pasado nadie por ahí, pero frené de golpe cuando vi un bulto en la tierra. Me bajé y vi que era el canastito de mimbre en el que había metido al Cojudo.  Estaba hasta arriba de guita, alcanzaba para comprarme seis veces la chata. Tenía una nota mal escrita que decía “PERDONEME Y MUCHAS GRASIAS AMIGO”. Se ve que Emilio la había revoleado desde la ruta, sin parar siquiera. Me dejó con mucha hambre de explicaciones.
   Cuando entré a mi casa, vi desde la ventana como Sardeli y sus perejiles encaraban para el rancho de Emilio. Lo dieron vuelta, revoleando todas las porquerías que tenía al medio del barro. Como no encontraron nada, lo prendieron fuego. Me la vi venir y fui a buscar el rifle que heredé de mi viejo. Sabían que yo era amigo del rengo y estaba seguro que me iban a apurar. Pude ver cómo se acercaba uno de los gorilas y lo frené de un tiro a las patas.
   -” Yo no tengo una mierda que ver, Sardeli. Tómense el palo porque al próximo le vuelo la jeta”- Sabía que no tenían huevos de llevar fierros a lo de Peñaloza, pero me la estaba jugando al no estar seguro si no los tenían en los autos. Por suerte, se fueron puteando. Esa noche me la pasé mirando por la ventana, con el rifle en la mano y empujándome ginebra en la garganta para ganar coraje. Nunca volvieron.
   Desde ahí, pasó de todo. A la semana encontraron mi chata abandonada al lado de la ruta. La habían deshuesado toda. A Sardeli no se le podía hablar del tema, estaba más peligroso y carroñero que nunca. Dicen que a uno que se le ocurrió gastarlo, le cortó una oreja. Desapareció también después de unas semanas.
   A la vieja de Emilio, tampoco la encontraron. Muchos dicen que se la llevó esa misma noche con él para internarla en un hospital que ya tenía junado. Otros, que después de la riña se encontró con Peñaloza y que éste le compró el terreno del rancho para que se fuese tranquilo. Que después el viejo se la vendió a los que pusieron la estancia nueva ahí. Y que con esa guita y la de la pelea, Emilio se fue a vivir a Uruguay, porque allá tenía unos parientes. Otros dicen que a Santiago del Estero, o a Santa Cruz. Otros dicen que Sardeli los hizo cagar a Emilio y a la vieja, que con unos policías y un juez arreglaron todo, y que por eso se tuvo que rajar después. Prefiero pensar en la primera.
   Algunos dicen que Sardeli se mudó a Capital, y que ahora es puntero de no sé quién mierda. Otros, que el gordo terminó preso por otro asunto y se terminó pegando un corchazo en la boca con fierro tumbero, cansado de que se lo culearan. Prefiero pensar en esto último.
   Lo cierto es que, después de lo que pasó, primero de cayetano, después boqueándolo entre todos, más de uno trató de entrenar un tero para la riña. Uno llegó a juntar más de veinte, jetoneando siempre que eran mejores que todos los gallos que tuvo. Al que hacía las navajas para los gallos del pueblo, se le ocurrió adaptarlas para los espolones de las alas. Pero ninguno sirvió para nada y fue una masacre de teros. A los que probaron meterles navajas, las alas se les caían al piso por el peso. Los gallos los fueron matando de uno, la moda duró poco más de un año.
 De hecho, hasta los gallos fue abandonando el pueblo. Las peleas son cada vez más raras porque a muchos les debe pasar como a mí: les parece que ya vieron todo lo que tenían que ver. Lo de Peñaloza hoy funciona de pulpería, lugar de reuniones, peñas y fiestas. El viejo mandó a embalsamar al Zorro y lo tiene en un estante entre las botellas. Cuando le preguntan por ese gallo monstruoso, les dice que nos inviten unos tragos para que les contemos cómo terminó ahí.  
   Yo todavía guardo en la billetera una pluma que encontré en el mimbre de la canasta donde Emilio me dejó la guita. Les gané cariño y respeto estos bichos. Me quedo mudo cuando los veo picotear un aguilucho que se les acerca al nido. Me acuerdo mucho de los huevos del Cojudo. Pero, sobre todo, de los de Emilio.

4 comentarios:

  1. Excelente, de época y regional. ¡Aguante el Cojudo!

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    1. ¡Gracias, Jose! Que loco que me digas que es de época. Para mi era actual, pero ya que lo decís me doy cuenta que es completamente atemporal

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  2. Muy bueno!! Desde que vi el video de los ciervos que comen pichones que se caen del nido ya no dudo de lo que son capaces los animales!!!

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  3. ¡Gracias! Jajaja es cierto. No estoy en contra del veganismo por los motivos personales que sean. Pero por ejemplos como el que nombras, me manifiesto muy en contra de los que alegan razones biológicas, siendo que no existe un solo mamífero cien por ciento herbívoro.

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