Cada tanto, después de varias copas, el tema
sale solo en las charlas. A veces pasa seguido, sobre todo en verano, en las
juntadas en la pulpería. Otras, estamos más de un año sin nombrarlo. Pero casi
siempre surge cuando se suma uno nuevo a la mesa; normalmente algún amigo o
pariente lejano de uno de los habituales, que está de visita en el pueblo. Pero
nunca nos creen. Capaz por eso lo contamos entre varios, como con la esperanza
de dar una imagen de credibilidad. Un poco para que no parezcamos locos y un
poco para convencernos de que no lo estamos. Porque a mí, que estuve más cerca
que la mayoría, todavía me hace ruido y me cuesta creerlo. Lo repasé mil veces
en mi cabeza y una parte mía todavía dice que lo aluciné.
La cosa fue así. Los domingos después de comer,
siempre fue costumbre ir a la riña del palenque que quedaba atrás del tambo del
viejo Peñaloza. Se hacían otras en esa época, pero la del viejo era distinta.
El tipo ponía orden. Lo he visto a él mismo revolear contra el portón a uno que
cayó en pedo buscando roña. Todos le confiaban la guita de las apuestas tranquilos
de que Peñaloza no tocaba un mango y hasta había que encajarle una comisión de
prepo. Además, era primo del comisario así que en su rancho los milicos nunca
jodían. Por eso muchos pasábamos religiosamente por ahí. Más de uno llevaban a
la jermu y a los críos. Yo debo haber empezado a ir con quince años más o menos
y nunca la abandoné.
Tuve
algunos gallos lindos, pero nunca los llevé a la riña. Cuesta mucha guita y
dedicarle horas para mantenerlos bien. Además, nunca tuve mucha suerte. Terminé
vendiéndolos junto con los corrales, comederos y bebederos cuando estaba
juntando para comprarme la chata.
Durante el día del quilombo, el lugar había
estado hasta las pelotas. Había venido gente de afuera, unos bichos de la san
puta pero la mayoría mal entrenados, mucho pendejo nuevo. Cuando cayó la noche,
los chorizos y las empanadas se habían acabado, y quedaba vino muy berreta. No
parecía que se fuese a pelear más. Desde hacía casi una hora estaban trabados
dos zainos idénticos, como de la misma puesta, y muy malos de boca los dos. A esa
altura, a uno ya le faltaba medio pico y al otro le colgaba un ojo. El sobrino
del Peñaloza ya estaba preparando el balde de arena para cambiar la del ring y
dejar todo limpio, mientras algunos comedidos apilaban las tablas y caballetes
en un costado. Pero los dos pendejos que los habían traído (que para mí, parecían
tan gemelos como sus gallos) eran nuevos y no querían debutar con un empate. Yo
ya ni miraba, me daba lástima que arruinen a los bichos así, y por cómo
quedaron lo más probable era que los dos terminaran en un puchero.
Estaba tomando los últimos vinos y chamuyando
con los viejos habituales. Algunos cantaban y tocaban la viola, alguno dormía
del pedo, otros jetoneaban la guita que perdieron o ganaron. Pero nadie amagaba
a irse antes de que terminara el asunto. Si no, Peñaloza no te dejaba volver,
por lo menos durante unos meses. Se lo tomaba como una falta de respeto a él y
a su rancho.
En medio de todo eso, cayó el rengo Emilio.
Raro. Muy raro. No me acordaba de haberlo visto antes por ahí. Me saludó con
una sonrisa y me repitió que se acordaba bien la cantidad que me debía y que ya
me la iba a pagar. Como de costumbre.
Pobre Emilio, siempre le tuve cariño. Era un
tipo bastante corto, y además de rengo tartamudo. Pero buena gente. Muy
laburador y muy gaucho. Muchos lo habían cagado por confiado haciéndolo laburar
para nunca pagarle. Pero él los seguía saludando con la misma sonrisa boba de
siempre. A mí me daba lástima. La madre había sido amiga de mi vieja y andaba
bastante jodida, así que siempre que lo encontraba pidiendo fiado, le he
arrimado unos mangos sin preguntar nada. Por eso siempre que me veía me
recordaba cuánto y cómo me iba a pagar. Yo ya sabía que no podía hacerlo ni
queriendo, por eso ni llevaba la cuenta ni me importaba. Vivía en un ranchito
de mierda que daba al fondo de mi casa. Nos veíamos seguido y me convidaba
siembre unos mates mal cebados y arruinados de azúcar cuando estaba al pedo y
me veía a mí laburando. Pero, aunque fuese sólo por tener cerca a alguien tan
desinteresado, valía la pena aguantar esos mates. Tardé bastante en darme cuenta
que, con todos sus defectos, siempre fue un gran amigo para mí.
Saludó con la cabeza a todos los que se dieron
vuelta para ver quien venía. Se acercó arrastrando la pata hasta donde estaba Sardeli, entronado
con sus compinches parados alrededor, como un emperador romano con una tacuara
metida en el culo. Sebastían Sardeli. La mayor mierda que tuvimos en el pueblo.
Un gordo asqueroso que se dedicó a cagar gente a más no poder. Siempre metido
con los punteros, la cana, las putas y la falopa. Bicho malo como él solo, pero
recontra cagón. Los conocía de toda la vida, de chicos íbamos a la misma
escuela. Una vez, me mandó a cagar a palos por su bandita porque me puse de
novio con una que le gustaba. Cobré fiero, pero después lo agarré solo en el
camino que se tomaba para ir a la casa. Le bajé un diente a piñas, se fue
llorando a casa y todo meado; con la mala leche de que lo vieron varios en el
camino. No me jodió nunca más. Terminamos el secundario y desapareció un tiempo
largo, pero había vuelto hacía unos años. Lo primero que me di cuenta cuando lo
vi fue que estaba gordo como un lechón y que el agujero que le dejé en el
comedor se lo había rellenado con oro. Me saludaba de lejos como si nada, pero era
rencoroso y estaba seguro que todavía me la tenía jurada.
-B…b..buenas
noches d..d..don Sebast…tián- tartamudeó el rengo. El gordo le levantó la mano
mostrándole la palma llena de anillos y siguió hablando con sus amigotes sin
darle bola. El pobre Emilio lo buscaba con la mirada. Se le atragantaba lo que
quería decir, no sé si por vergüenza o por su tartamudez. Pero al final le
soltó casi gritando:
-Si le p…p..parece a usted le parece le…le
riño contra el Zorro- En ese momento para mí, se callaron hasta los grillos que
había afuera. En momento así, en una película de cowboys, se para la pianola. Justo
habían terminado los zainos en un empate cantado hacía unos minutos y estaba
todo el mundo por irse para las casas. Pero el Zorro no había peleado esa noche
y era un espectáculo verlo. Todos pararon la oreja cuando lo nombraron.
Sardeli sería una bosta, pero tenía unos
gallos de la san puta. Fue juntando los de muchos giles que le debían y se los
daban como pago. Y de todos, el mejor era el Zorro. Le decían así porque muchos
gallos campeones y aguerridos, le terminaron queriendo rajar de la arena, desesperados
como cuando uno de esos bichos entra en un gallinero. Cruza de malayo y puede
que también con ñandú. Una bestia altísima, negro como el alma de su dueño, con
una cresta gigante e impecable, casi violeta y aserrada. Precioso por donde lo
miraras. Por su tamaño, más de un avispado lo había tomado por lento y pesado, peleándole
con gallos de porte más ágil, y todos terminaron perdiendo mucha guita. Pisó
gallinas de todos los galleros del pueblo, pero ninguno de sus pollitos salió
ni parecido. Por eso, Sardeli lo cuidaba como oro. Me habían dicho que lo hacía
correr todos los días en una pista con obstáculos que le había preparado y que
le soltaba casi todos los días algún gallo de ponedora con el pico y los
espolones amputados para que practicara sus masacres. Ni hablar que le daba de
comer como a un rey. Al bicho le contaban veinticinco peleas y seguía entero
como un pollo con pluma nueva.
- ¿Y de dónde sacaste gallo vos, se puede saber?
– le contestó el gordo a Emilio, con las cejas muy altas y los dedos cruzados apoyados
en la panza.
- N…no tengo gallo. L…le p…peleo con el C..cojudo.- dijo Emilio levantando
una canastita de mimbre que hasta ese momento no le había visto. Se cagaron de
risa casi todos los que estaban, pero el rengo y el gordo se miraban fijo a los
ojos sin pestañear. Yo no podía entender qué carajo pasaba por la cabeza de
Emilio.
Al Cojudo lo conocía todo el pueblo, Emilio lo llevaba hasta para hacer
los mandados. Siempre fue un tipo bichero y ya lo habíamos visto con nutrias,
zorros y mulitas. Pero con el Cojudo tenía algo especial. Lo había encontrado
en un nido de teros que había destrozado una iguana. Era el único pichón que quedó
vivo, pero como se le había quebrado un ala y se le curó mal, nunca aprendió a
volar. El terito igual creció muy sano. Seguía con sus patitas flacas y
nerviosas al rengo para todos lados y no le perdía el paso. Emilio me quemaba
la cabeza hablándome del Cojudo cada vez que se arrimaba a mi casa a charlar.
El tero me miraba siempre desde el piso, pegado al pie del dueño.
Cuando se calmaron un poco las risas, Sardeli (sin cambiar la cara de
culo) dijo:
-Muy linda la joda, pero no me hagas perder el tiempo ni me tomés de
boludo…
-Le…le ap…puesto el rancho y la tierra contra to…todo lo que lleve
encima- se apuró a contestarle Emilio.
Casi nos peleamos con Peñaloza para ver quien llegaba primero a agarrar al
rengo del codo. Pero el gordo Sardeli era diablo, y le apretó la mano antes de
que llegáramos. Ya estaba todo dicho y que tuviese que pasar iba a pasar.
El rancho de Emilio sería una cagada, pero tenía unas cuantas hectáreas y
era uno de los pocos de la zona que daba al arroyo. Bien aprovechado, se le
podía sacar mucha guita.
En el ambiente había algunas risas, murmullos, pero, sobre todo, caras
de asombro. Cuando cayeron que la cosa iba enserio, a Peñaloza lo acorraló una
avalancha de gente queriendo apostar y sacar unos mangos fáciles. Los más
desesperados eran los pendejos de los zainos, que querían salvar la noche a
como sea. El pobre viejo no sabía cómo tomar las apuestas.
-Tomalas treinta a uno que respondo cualquier
cosa- dijo el gordo cagándose de risa y mostrando su diente dorado. Se paró y
dejó arriba de la barra de Peñaloza una cantidad de guita que no había visto
junta en mi vida. Después se dijeron muchas versiones, de por qué justo ese día
tenía todo ese fangote encima. La verdad, es que nadie sabe. Y esa pila se
duplicó en altura cuando el viejo terminó de anotar el nombre y los montos de
todos los que sumaron a apostar.
A
todo esto, yo trataba al pedo de razonar con Emilio. Me decía que me quede
tranquilo, que él sabía lo que hacía. Lo recontra cagué a puteadas y estuve muy
cerca de cachetearlo.
Cuando el viejo dio la orden, empezaron a
prepararlos. Sacaron al Cojudo de la canasta y ya daba entre lástima y risa nomás
de verlo. Se había desplumado un poco en el traqueteo del viaje y miraba para
todos lados sin entender nada. El sobrino de Peñaloza lo preparó, limpió todo y
(aguantándose la risa para evitar que el tío lo cagara a pedos) lo dejó en una
jaula de la que se podía piantar entre los barrotes sin apretarse mucho. Después
siguió con el Zorro. Estaba recién mudado y las plumas le brillaban verdosas y
azuladas bajo las luces. Picoteaba y pateaba para todos lados. Tenía con un
hambre de pelearse que no veía. Cuando estaban por guardarlo, se le acercó
Sardeli y con las navajas en mano, mirando a Emilio dijo sobrándolo:
-Acá todos saben que al Zorrito siempre lo
hago pelear con fierros. Te daría un par para tu bicho, pero no tengo de esa
talla. ¿Tenés algún problema?
Los alcahuetes del gordo exageraban la gracia. Los espolones del Zorro medían
como una culebra y nunca se los cortaron, pero el gordo le abrazaba unas
navajas de igual tamaño al lado. Con la fuerza de esa bestia y las bayonetas
dobles que tenía en cada pata, lo vi una vez separarle la cabeza del cogote a
un gallo tricolor que siguió corriendo un rato, enchastrando con sangre a todos
los que estaban cerca.
-No
n…no. Co…como usted diga Sa..sardeli- contestó Emilio con la cabeza bien alta.
El
gordo agarró su gallo y después de ponerle las navajas en las patas, le dio un
beso en la cabeza sosteniéndolo del pico. Lo levantó y lo llevó a su esquina
del ring. Emilio, acariciando al Cojudo, lo llevó a la suya. Nos acercamos
todos a mirar. Los largaron. Todos clavamos la vista en el gallo, esperando que
el tero ni se moviese o saliera corriendo. Fue por eso que lo que vio la mayoría
fue una mancha gris envolviendo una negra. La pelea duró no más de tres segundos.
Nos costaba entender lo que nos mostraban los ojos. El Zorro en el suelo, con
el pico clavado en la arena, las patas estiradas para atrás con los espolones y
las navajas limpios, arriba de un charco formado por casi toda su sangre. El resto,
la tenía encima el Cojudo, que se picoteaba el plumaje intentando limpiársela. Ni
bola le daba al gallo muerto.
Cuando Peñaloza se acercó a mirar de cerca,
dio vuelta al gallo y pudimos ver que tenía un tajo enorme desde el medio de la
pechuga hasta el buche. También se veía que tenía los dos ojos reventados. Después
de un tiempo, con lo que más o menos llegamos a ver los que no pestañeamos durante
la pelea y reconstruyendo de cachos lo que le tocó a cada uno, pudimos armar
entre varios la secuencia de lo que pasó. El Zorro (hecho una furia) se abrió
de alas y corrió enseguida hasta el tero, queriendo saltar para cortarlo con
las navajas. El Cojudo no le dio tiempo: aprovechó la situación para saltar él
primero y tajear con la púa de una de sus alas toda la panza y el cogote del
gallo de abajo para arriba. El Zorro se quedó en el lugar, sin caer en cuenta
del tajo que lo vaciaba de sangre y de granos guardados en el buche, ni en
dónde había ido a parar el tero. El Cojudo, mientras caía, se paró en el ala desplegada
del gallo como si fuese una percha, ganando la altura suficiente para
atravesarle la cabeza de un ojo a otro con el pico.
En conclusión, el tero mató dos veces y en
segundos al gallo más campeón de la zona.
Estábamos
tan concentrados alrededor del gallo muerto que no nos dimos cuenta que habían
desaparecido el tero, su dueño y toda la guita. Rengo y medio tonto, nadie se
lo había esperado. Recién cuando escuchamos venir desde afuera el ruido del motor,
salimos varios y vimos cómo se iba con chata levantando la polvareda de la
ruta. Se hizo un silencio de muerte. Recién ahí me di cuenta que tenía a
Sardeli al lado y tuve que aguantarme mucho para no cagarme de risa de su cara.
Pero
me preocupaba lo que le podía llegar a pasar a Emilio. Juro que ni pensé en que
me había robado. Tenía que agarrarlo para hablar y ver cómo hacerlo safar del
quilombo. Volví a entrar y le agarré las llaves de la mesa a Peñaloza y gritando
mientras me iba, le pedí prestada su camioneta sin esperar que me dijera si o no.
Empujé a todos mientras pasé, me subí y la arranqué arando. Era un fierro y
corría como engualichada, pero esa noche Emilio era brujo y a mi chata (que le
costaba arrancar por la mañana) le debe haber puesto alas porque nunca la
alcancé. Llegué al camino que daba a mi
casa y a su ranchito después, y de la desesperación me llevé puesta la tranquera.
No había pasado nadie por ahí, pero frené de golpe cuando vi un bulto en la
tierra. Me bajé y vi que era el canastito de mimbre en el que había metido al
Cojudo. Estaba hasta arriba de guita, alcanzaba
para comprarme seis veces la chata. Tenía una nota mal escrita que decía
“PERDONEME Y MUCHAS GRASIAS AMIGO”. Se ve que Emilio la había revoleado desde
la ruta, sin parar siquiera. Me dejó con mucha hambre de explicaciones.
Cuando entré a mi casa, vi desde la ventana
como Sardeli y sus perejiles encaraban para el rancho de Emilio. Lo dieron
vuelta, revoleando todas las porquerías que tenía al medio del barro. Como no
encontraron nada, lo prendieron fuego. Me la vi venir y fui a buscar el rifle
que heredé de mi viejo. Sabían que yo era amigo del rengo y estaba seguro que me
iban a apurar. Pude ver cómo se acercaba uno de los gorilas y lo frené de un
tiro a las patas.
-” Yo no tengo una mierda que ver,
Sardeli. Tómense el palo porque al próximo le vuelo la jeta”- Sabía que no
tenían huevos de llevar fierros a lo de Peñaloza, pero me la estaba jugando al
no estar seguro si no los tenían en los autos. Por suerte, se fueron puteando. Esa
noche me la pasé mirando por la ventana, con el rifle en la mano y empujándome ginebra
en la garganta para ganar coraje. Nunca volvieron.
Desde ahí, pasó de todo. A la semana
encontraron mi chata abandonada al lado de la ruta. La habían deshuesado toda. A
Sardeli no se le podía hablar del tema, estaba más peligroso y carroñero que
nunca. Dicen que a uno que se le ocurrió gastarlo, le cortó una oreja.
Desapareció también después de unas semanas.
A
la vieja de Emilio, tampoco la encontraron. Muchos dicen que se la llevó esa
misma noche con él para internarla en un hospital que ya tenía junado. Otros,
que después de la riña se encontró con Peñaloza y que éste le compró el terreno
del rancho para que se fuese tranquilo. Que después el viejo se la vendió a los
que pusieron la estancia nueva ahí. Y que con esa guita y la de la pelea,
Emilio se fue a vivir a Uruguay, porque allá tenía unos parientes. Otros dicen
que a Santiago del Estero, o a Santa Cruz. Otros dicen que Sardeli los hizo
cagar a Emilio y a la vieja, que con unos policías y un juez arreglaron todo, y
que por eso se tuvo que rajar después. Prefiero pensar en la primera.
Algunos
dicen que Sardeli se mudó a Capital, y que ahora es puntero de no sé quién
mierda. Otros, que el gordo terminó preso por otro asunto y se terminó pegando
un corchazo en la boca con fierro tumbero, cansado de que se lo culearan.
Prefiero pensar en esto último.
Lo
cierto es que, después de lo que pasó, primero de cayetano, después boqueándolo
entre todos, más de uno trató de entrenar un tero para la riña. Uno llegó a
juntar más de veinte, jetoneando siempre que eran mejores que todos los gallos
que tuvo. Al que hacía las navajas para los gallos del pueblo, se le ocurrió adaptarlas
para los espolones de las alas. Pero ninguno sirvió para nada y fue una masacre
de teros. A los que probaron meterles navajas, las alas se les caían al piso por
el peso. Los gallos los fueron matando de uno, la moda duró poco más de un año.
De hecho, hasta los gallos fue
abandonando el pueblo. Las peleas son cada vez más raras porque a muchos les
debe pasar como a mí: les parece que ya vieron todo lo que tenían que ver. Lo de
Peñaloza hoy funciona de pulpería, lugar de reuniones, peñas y fiestas. El
viejo mandó a embalsamar al Zorro y lo tiene en un estante entre las botellas.
Cuando le preguntan por ese gallo monstruoso, les dice que nos inviten unos
tragos para que les contemos cómo terminó ahí.
Yo todavía guardo en la billetera una pluma que
encontré en el mimbre de la canasta donde Emilio me dejó la guita. Les gané
cariño y respeto estos bichos. Me quedo mudo cuando los veo picotear un
aguilucho que se les acerca al nido. Me acuerdo mucho de los huevos del Cojudo.
Pero, sobre todo, de los de Emilio.
Excelente, de época y regional. ¡Aguante el Cojudo!
ResponderEliminar¡Gracias, Jose! Que loco que me digas que es de época. Para mi era actual, pero ya que lo decís me doy cuenta que es completamente atemporal
EliminarMuy bueno!! Desde que vi el video de los ciervos que comen pichones que se caen del nido ya no dudo de lo que son capaces los animales!!!
ResponderEliminar¡Gracias! Jajaja es cierto. No estoy en contra del veganismo por los motivos personales que sean. Pero por ejemplos como el que nombras, me manifiesto muy en contra de los que alegan razones biológicas, siendo que no existe un solo mamífero cien por ciento herbívoro.
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